Yo no sé en qué mundo vive esta gente que sale en la tele, pero en el mío, que es el de verdad, el de los barrios, el de los portales con olor a cocido y lejía, la cosa está que echa humo. En este país se ha puesto de moda aplaudir al que no da un palo al agua, mientras el que madruga, el que se parte el lomo, no llega ni al día veinte. Y eso, hijo mío, tiene un nombre: tomadura de pelo.
Yo empecé a currar con catorce años. No porque fuera un héroe, sino porque era lo normal. Me dejé las manos en fábricas, en obras, en talleres. Y lo hice con orgullo. Porque antes trabajar era sinónimo de dignidad. Ahora curras cuarenta horas, si no más, y te toca elegir entre llenar la nevera o poner la calefacción. Eso no es vivir, eso es sobrevivir. Y lo peor es que te hacen creer que es culpa tuya, que si no espabilas, que si no inviertes en criptomonedas, o no montas una startup con un logo moderno y frases en inglés, eres un pringao. Anda y que les zurzan.
La tele está llena de gurús del esfuerzo ajeno. Gente que no ha trabajado en su vida, pero que da lecciones desde platós con aire acondicionado. Que si la “cultura del esfuerzo”, que si “hay que adaptarse”, que si “emprende o muere”. Pues yo he visto a mi vecino, con 58 tacos, llorar porque lo echan después de 30 años y no hay nadie que le dé una oportunidad. A ver si va a ser que lo que sobra no es la gente, sino la mentira.
Mientras tanto, los políticos se suben el sueldo, los bancos se forran y las grandes empresas te hacen contratos por semanas, con sueldos que dan risa. Y si protestas, te llaman radical. Y los sindicatos, que antes eran el altavoz del obrero, ahora están más preocupados por quedar bien en Twitter que por bajar al tajo a escuchar a la gente. Muchos viven en un mundo paralelo, con cafés de máquina y reuniones eternas. A mí que no me den más charlas. Que me digan cómo pagar el alquiler sin sudar sangre.
Y ojo, que aquí nadie está pidiendo milagros. Solo un poco de sentido común: que trabajar sirva para vivir. Que los sueldos suban como suben los precios. Que si curras, tengas un techo, un plato caliente y puedas llevar a tus nietos al cine sin mirar el saldo del banco.
¿Y qué hacemos? ¿Nos rendimos? Ni de coña. A mí no me enseñaron eso. Lo primero: exigir. Pero exigir con los pies firmes en el suelo, sin eslóganes vacíos ni pancartas de postureo. Lo segundo: dejar de votar al que te miente en campaña y luego se esconde cuatro años. Lo tercero: apoyarnos entre nosotros, como antes. El del taller con el del bar. La vecina con la señora de la limpieza. Tejer red. Hacer barrio.
Y si me apuras, otra cosa más: enseñar a nuestros nietos a no tragar. A preguntar, a pensar, a leer más y a ver menos influencers. Porque si ellos repiten el mismo camino que nosotros, pero con menos derechos, mal futuro les espera.
Este país no se ha construido con subvenciones ni con frases bonitas, sino con gente que se levantaba cuando aún era de noche. Esa gente sigue aquí. Silenciosa, cansada, pero con los ojos bien abiertos. Y algún día, a lo mejor, les damos un susto.