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Vivimos en la era del totalitarismo amable, el de las formas educadas, el de los gestos inclusivos, el de las palabras blanditas. Un totalitarismo que no necesita tanques, porque tiene fact-checkers; no quema libros, pero sí algoritmos; y no lleva uniforme militar, lleva branding y subsidios europeos.
La censura ha vuelto, pero esta vez disfrazada de compasión. Te silencia “por tu bien”, te vigila “para protegerte”, te corrige “porque estás equivocado” y si insistes, si persistes, si dudas, entonces eres peligroso. O peor aún: un desinformador.
La verdad ya no se busca, se certifica. Y la certifican los mismos que te mintieron durante años, pero ahora con el respaldo de un comité técnico, un panel de expertos y una subvención del Ministerio. Bienvenidos a la época del pensamiento pasteurizado, donde todo debe pasar por un control de calidad institucional antes de ser digerido por el vulgo. No sea que piensen por su cuenta.
George Orwell escribió 1984 como advertencia, Bruselas lo leyó como manual. Ahora el nuevo Ministerio de la Verdad se llama “Unidad de Supervisión contra la Desinformación” y no lleva uniforme, sino logotipo. Su lema no es “La guerra es la paz”, sino “La libertad de expresión tiene límites”. Y tú, que llevas años pagando impuestos como un campeón, acabas en una lista negra por decir que el Estado miente, que los medios manipulan, o que quizás —solo quizás— la realidad no cabe en 280 caracteres ni en un boletín oficial.
¿Y quién decide qué es verdad? Pues ellos, claro. Los mismos que vendieron armas mientras hablaban de paz. Los mismos que cerraron negocios por salud, mientras cenaban marisco a cuenta del contribuyente. Los mismos que confunden Estado con sociedad y poder con razón.
La censura de hoy no es bruta: es fina, educada, casi hipnótica. No te obliga a callar: te enseña a autocensurarte. Porque si hablas mal del sistema, no solo eres incorrecto: eres insolidario, eres negacionista, eres un problema. Y los problemas se gestionan con silencio, no con diálogo.
Lo advertía Tocqueville: «El despotismo democrático no romperá las voluntades, las suavizará», y vaya si las han suavizado. A base de subvenciones, cancelaciones, trending topics y alertas comunitarias. Hoy, la herramienta más eficaz del totalitarismo no es el miedo, es la culpa.
¿Quieres hablar de meritocracia? Clasista. ¿De propiedad? Egoísta. ¿De libertad? Ultra. ¿De impuestos? Irresponsable.
Y así, poco a poco, se van borrando los bordes del pensamiento, hasta que solo queda el centro —el suyo, claro— como único espacio legítimo para opinar. Todo lo demás es ruido, odio o conspiración.
El problema no es que censuren a los que gritan. El problema es que enseñan a los otros a aplaudir mientras lo hacen. Y no se trata de estar de acuerdo. Se trata de poder disentir. Porque cuando toda disidencia es delito, toda obediencia es servidumbre.
La libertad de expresión no es para proteger lo que agrada. Es para defender lo que incomoda, lo que irrita, lo que molesta. Porque si solo puedes decir lo correcto, entonces ya no estás hablando: estás repitiendo.
Así que no. No me trago vuestros límites, ni vuestros manuales, ni vuestro paternalismo de salón. Prefiero un mundo con errores y voces libres, que uno perfecto en el que solo hable el poder.
Y si eso molesta al algoritmo, que me cancele con ganas, porque en esta santa casa, al menos, seguimos diciendo lo que nos sale de las neuronas.