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La Unión Europea ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: llegar tarde, mal y cobrando impuestos. Esta vez con la inteligencia artificial.
Según nos cuentan, han decidido “simplificar” su ley sobre IA. Y por un instante, uno pensaría que es porque se han dado cuenta de que estaban matando la innovación a base de reglamentos, informes de impacto ético, comisiones de equidad algorítmica y declaraciones de principios para proteger a los europeos de ellos mismos.
Pero no. No es por eso. Es porque ya han perdido la carrera. Y ahora, con el gesto de quien barre debajo de la alfombra, intentan aparentar flexibilidad mientras las grandes empresas tecnológicas, el capital riesgo y el talento huyen.
Porque eso es lo que es la Unión Europea: Un consorcio de burócratas con aires de imperio, que ha sustituido el liderazgo por comités, la visión por PowerPoints y el futuro por normativas.
Mientras Estados Unidos y China invierten, apuestan, experimentan —con sus luces y sus sombras, sí—, Europa se dedica a redactar reglamentos, corregir actitudes, perseguir riesgos imaginarios y enterrar oportunidades reales. Lo hace con una sonrisa paternalista, como quien te impide correr “por tu seguridad”. Y mientras tanto, los proyectos mueren, las startups se van y los cerebros emigran.
¿El problema? No es solo la ley de IA. Es que la UE vive enamorada de su propia inercia, convencida de que puede seguir regulando lo que no produce, fiscalizando lo que no genera y redistribuyendo lo que no tiene.
Los impuestos ahogan, la regulación paraliza, la incertidumbre jurídica desangra. Pero oye, al menos tenemos un Observatorio Europeo de la Ética en la Robótica Aplicada a Entornos No Productivos (nombre inventado, de momento).
¿Y luego qué? Luego vienen las lágrimas. Lloran por la fuga de cerebros. Lloran por el desempleo juvenil. Lloran porque Europa “no lidera la transformación digital”. ¿Y qué esperaban? ¿Que los emprendedores monten empresas para que se las intervenga en cinco años?
Hayek ya lo advirtió: cuanto más planifica el Estado, más difícil es para el individuo ser libre. Y si el Estado planifica como lo hace Bruselas, lo difícil no es ser libre: es no morirse de risa viendo cómo se autodestruyen mientras presumen de resiliencia transformadora sostenible.
Europa es hoy un continente irrelevante, frágil, y en proceso de descomposición ideológica. Carece de unidad real —porque una cosa es compartir moneda y otra compartir proyecto—, carece de liderazgo —porque no hay un solo político europeo que sepa siquiera acceder a ChatGPT sin pedir ayuda— y carece de futuro porque lleva décadas sacrificando el mérito, el riesgo y la libertad en el altar de la igualdad burocrática.
La UE no regula para proteger al ciudadano. Regula para protegerse del ciudadano. De que piense, innove, disienta, o —Dios no lo quiera— haga dinero sin permiso. Y ahora, al ver que se han quedado solos en el andén mientras el tren de la innovación ya ha salido, intentan correr detrás con los zapatos del BOE y el maletín lleno de directivas.
Pero es tarde. Europa no necesita más normas. Necesita menos políticos y más ciudadanos que digan: a la mierda vuestra agenda, vuestros impuestos y vuestro complejo de madre posesiva.
Porque si Europa no sirve para liberar talento, crear riqueza y defender la libertad… entonces no sirve para nada.