Cree en todo, menos en la ciencia

Cree en todo, menos en la ciencia

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Vivimos una época gloriosa. Hemos alcanzado la cima del conocimiento humano, descifrado el genoma, enviado sondas más allá del sistema solar y desarrollado vacunas en meses. ¿Y cuál es la respuesta social? Comprar piedras con “vibraciones”, seguir a un gurú que se comunica con tu colon por WhatsApp y pagar 90 euros por una sesión de “reprogramación cuántica del aura infantil”. Si es que estamos que nos salimos.

La noticia que nos trae hoy aquí es la última joya de este delirio colectivo: un tipo en Valencia, sin formación científica, convence a madres y padres de que sus hijos autistas no verbales sí que hablan, pero por telepatía. Y que él puede «traducirlos». Porque claro, cuando la ciencia no da respuestas mágicas e instantáneas, siempre aparece un cantamañanas con voz suave y mirada intensa dispuesto a llenar el vacío… previo pago, eso sí. Nadie se ilumina gratis.

Pero no es un caso aislado. Es un síntoma de un virus más peligroso que cualquier variante del COVID: el de la anti-ciencia de consumo rápido, envuelta en lenguaje de coach espiritual con envoltorio Instagramable. Un cóctel de ignorancia emocionalmente reconfortante que mezcla astrología, sanación vibracional, neurotontería y conspiraciones del 5G. Todo eso mientras se nos exige “tolerancia” con quienes creen que la Tierra es plana pero hacen videollamadas vía satélite.

Y no, no es una broma de El Mundo Today. Es España, 2025. Donde la gente no cree en el cambio climático, pero sí en que puedes hablar con tu gato muerto a través de un médium con tarifa plana. Donde se desprecia a los expertos por “elitistas”, pero se idolatra a un youtuber que dice que beber lejía diluida cura el autismo. Spoiler: no lo hace… pero te limpia la cuenta bancaria con eficacia quirúrgica.

La culpa no es solo de los charlatanes. También es de una sociedad que ha renunciado a pensar. Que ha cambiado el método científico por el “me hace sentir bien”. Que exige certezas rápidas, mágicas, emocionales. Porque la ciencia tiene algo que no encaja bien con TikTok: duda, revisión, proceso, y muchas veces, respuestas incómodas.

Y mientras tanto, los responsables miran para otro lado. Universidades públicas que alquilan sus aulas para “talleres de reiki vaginal”, ayuntamientos que promocionan cursos de “inteligencia cuántica” y periodistas que invitan a un antivacunas “para que haya debate”. ¿Debate con qué? ¿Con la gravedad? ¿Con la segunda ley de la termodinámica?

Nos hemos convertido en una civilización tan sofisticada que hasta la idiotez viene en versión premium. Porque no basta con ser magufo, ahora hay que serlo con diseño gráfico, cuenta verificada y canales en redes sociales. El pensamiento crítico es el nuevo pobre. Lo cool es ser “alternativo”, aunque alternes la razón con el delirio.

Decía Spinoza que “la ignorancia no es una falta de conocimiento, sino una forma activa de no querer saber”. Y el cabrón tenía razón. Porque para muchos, la verdad es un estorbo, una molestia que impide soñar con unicornios cuánticos y terapias florales que te abren los chakras mientras te vacían la VISA.

Así que aquí estamos, en plena era digital, con acceso ilimitado al conocimiento… y eligiendo creer que la Tierra es plana, las vacunas tienen wifi y los niños hablan por telepatía con un señor en chándal que cobra en bizum.

No sé tú, pero yo me bajo en esta parada.