Del ágora al hashtag: la eterna bronca generacional

Del ágora al hashtag: la eterna bronca generacional

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Empecé el día como todos: café en mano y la mirada perdida en el vapor de la taza, cuando de repente escuché —imposible no hacerlo debido a esa costumbre tan española de hablar a gritos—, escuché, como digo, a un puñado de tertulianos de bar mascullar con ese deje grave de quien lleva siglos dictando sentencias sobre la juventud: “Estos chavales no quieren esforzarse, viven clavados al móvil y, lo peor, no respetan la autoridad”. Me sentí transportado a la antigua Grecia, donde Aristóteles —ese sabio de túnica impecable— ya soltaba pullas idénticas en el año 350 a.C.: “Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen malos modales, desprecian la autoridad…”. Vamos, lo de siempre, pero con peor cobertura de datos.

Mientras tomaba un sorbo, recordé mis viejos tiempos cuando recién inauguraba mi mayoría de edad, tenía las alforjas llenas de esperanzas y la democracia recién parida prometía libertad. Eran los ochenta, cuando todo lo digital era un sueño futurista y las tragedias eran más tangibles: la plaga de heroína que cercenó amistades, el terror al SIDA que se cernía como un monstruo silencioso, y un machismo tan agresivo que las “bromas” misóginas eran el monótono telón de fondo de la cotidianidad. No teníamos hashtags que nos alzaran la voz, sino colas en el INEM que se prolongaban hasta el infinito, manifestaciones ruidosas y pintadas en las paredes exigiendo un mañana menos hostil. Quien diga que mi generación no sudó la camiseta debería haber soportado una manifestación a dos grados bajo cero, pancarta en mano, con la certeza de que el sueño de estabilidad se esfumaba tras cada promesa incumplida.

Hoy, en cambio, a esos mismos críticos les revienta que los jóvenes dispongan de un megáfono global: usan TikTok para denunciar injusticias, crean comunidades en Twitch para sobrevivir a la precariedad y organizan campañas climáticas con tweets que retumban más fuerte que mil manifestaciones offline. Sí, pasan horas embebidos en pantallas, pero también diseñan apps de voluntariado y planean proyectos que combinan economía colaborativa con solidaridad. ¿Es pereza? No lo creo, quizá, simplemente, es un nuevo campo de batalla donde los métodos tradicionales ya no sirven.

Resulta casi poético: nosotros pasábamos el tiempo en manifestaciones, ellos pasan tiempo en el feed de Instagram; nuestras revueltas eran corporeizadas en plazas, las de ellos, en pantallas. Pero tanto en la Atenas clásica como en Madrid, el fondo no cambia: se quejan de los que vienen detrás cuando, en realidad, todos estamos intentando el mismo milagro: esculpir un futuro donde tenga sentido madrugar, encender la máquina de café y saber que el esfuerzo vale la pena.

Así que la próxima vez que escuches a un tertuliano de bar alzar la voz con enfado cuasi mítico, recuerda: no es novedad. Desde Sócrates hasta Cicerón, pasando por ese señor orondo que te grita en la barra, la historia de la humanidad se escribe a base de las mismas quejas de siempre. Lo diferente son las herramientas: unos alzaban el megáfono en la plaza del pueblo, otros comparten un meme que puede encender revoluciones.

Al final, no se trata de definir quién se esfuerza más, sino de reconocer que el esfuerzo cambia de forma con los tiempos. Si Aristóteles levantara hoy la vista de sus pergaminos, abriría un canal de YouTube para soltar las mismas peroratas, probablemente con subtítulos y efectos de sonido. Porque la verdadera constante es la crítica, el eterno reclamo al “otro” como culpable de nuestros propios miedos. Y mientras el mundo gira, nosotros seguiremos discutiendo en torno a una taza de café, con la absurda esperanza de que esta vez, quizá, entendamos que cada generación tiene sus dioses… y sus demonios.

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