Tengo 30 años, una carrera, un máster, tres certificados inútiles, nivel C1 de inglés y el alma completamente triturada. Vivo en una ciudad grande —porque si vas a ser pobre, al menos que sea con glamour—, comparto piso con dos gatos que no son míos y una señora del metaverso que se hace llamar terapeuta energética. Y aún así, lo peor de todo es que lo único que me ha ofrecido España es un contrato temporal y un montón de talleres de empoderamiento.
Gracias, patria.
No sé en qué momento se confundió la emancipación femenina con aprender a hacer macramé feminista en centros culturales financiados por el Ayuntamiento. Estoy hasta el coño (sí, lo dije) de que la única salida laboral que me ofrezca el sistema sea hacerme técnica de género o dinamizadora interseccional de barrios periféricos con perspectiva de ojalá no me echen en tres meses.
España me ha fallado. Me ha fallado como te falla un ligue de Tinder que promete brunch y te lleva a una cafetería vegana donde el café cuesta siete euros y sabe a trauma infantil.
Aquí todo es ideología y postureo, pero oportunidades reales, cero. El mercado laboral está más muerto que la espontaneidad de los influencers. Yo quería aportar, crecer, crear cosas. Pero este país ha decidido que si no llevo el pelo teñido de verde y no pronuncio la palabra heteropatriarcado al menos cinco veces por conversación, no merezco un sitio en la mesa. O en el coworking. O en la cola del paro.
Me siento como un Pokémon no binario atrapado entre dos mundos: demasiado problemática para las modernas, demasiado moderna para los rancios. La izquierda me señala por cuestionar el feminismo de cuota y la derecha me adopta con la condescendencia con la que se acoge a un gato callejero. Spoiler: ninguna de las dos opciones incluye salario.
¿Y qué me queda? ¿Seguir en LinkedIn simulando entusiasmo por proyectos que ni entiendo ni quiero? ¿Apuntarme a otro curso gratuito de liderazgo femenino mientras como arroz con tomate por tercera vez esta semana? ¿O, tal vez, aceptar que este país prefiere invertir en observatorios del lenguaje inclusivo antes que en retener talento?
He tomado una decisión. Me piro. Sí, me largo. Me voy a un país donde, con suerte, no me miren raro por pensar que no todo es violencia estructural y que quizá, solo quizá, el feminismo debería dejar de parecer una religión llena de dogmas y empezar a parecerse más a una lucha real.
Y que no me vengan con lo de la fuga de cerebros. Para que algo se fugue, primero tiene que estar dentro. Yo solo he estado aparcada en el arcén del sistema, escuchando cómo me gritaban sé resiliente mientras me cobraban 900 euros por una habitación sin ventana.
Así que adiós, España. Gracias por nada. Te dejo con tus cuotas, tus debates estériles y tus infinitas jornadas de repensar el género desde una mirada decolonial. Yo me voy a buscar trabajo, de verdad. Y, quién sabe, igual hasta me vuelvo a sentir persona.