Si en lugar de leerlo prefieres escucharlo, puedes hacerlo aquí:
Hay una mentira que nos han repetido tanto, con tanta solemnidad, que acabamos por aceptarla sin leer la letra pequeña. Nos dijeron que formábamos parte de un contrato social; que tú cedes parte de tu libertad a cambio de seguridad, derechos, servicios públicos y un futuro estable; que todo es por el bien común; que es un trato justo.
Pues bien: yo no lo firmé. Y si lo firmé, lo hice drogado, hipnotizado o con una pistola ideológica en la cabeza.
El llamado contrato social es un mito moderno, un pacto fantasmal del que se deriva todo el aparato represivo que sufrimos hoy con resignación. Como diría Thomas Hobbes, el Estado nació para evitar que nos matáramos entre nosotros. Pero el Leviatán que él proponía era una criatura que imponía orden. Hoy es una bestia que se alimenta de nuestras entrañas con impuestos, normativas, tasas, comités, subvenciones y consejos de diversidad climática en espacios rurales. Eso no es orden, es glotonería institucional.
Rousseau hablaba de voluntad general. Y está muy bien sobre el papel, pero la voluntad general de hoy no es más que la voluntad de los que viven del presupuesto, la de quienes han convertido el Estado en su empresa familiar, la de los que han profesionalizado la victimización y la redistribución dirigida, la de los que cobran dietas por asistir a reuniones en las que deciden cómo deben vivir los demás. ¿Y tú? Tú pagas y callas.
Locke decía que el Estado debía proteger la propiedad. Hoy el Estado la confisca por tu bien. Lo hace lento, como una caries moral: a través de la inflación que te empobrece sin que lo notes, de los impuestos directos (incluida la mal llamada Seguridad Social) que te arranca buena parte de lo que ganas, de la fiscalidad indirecta que convierte cada compra en un acto de sacrificio a los dioses de la Agencia Tributaria. ¿Y qué recibes a cambio? Un sistema de salud saturado, una educación infantilizada y una jubilación que será una ruina programada para cuando llegues —si llegas—.
¿Dónde está el contrato? ¿Dónde está la firma? ¿Dónde está el beneficio? Porque un contrato sin posibilidad de revisión, sin consentimiento explícito, sin cláusula de salida, no es un contrato: es una condena. Y sin embargo, nos lo cuelan como si fuera un acto de civilización. Que si la convivencia, que si el Estado del Bienestar, que si la sociedad somos todos. ¡No!, la sociedad somos nosotros, el Estado sois vosotros, que no es lo mismo.
Bastiat, con su lucidez habitual, lo dijo claro: El Estado es la gran ficción mediante la cual todos intentan vivir a expensas de los demás. Pero no todos lo consiguen. Hay una clase de ciudadanos que sólo dan. Dan su tiempo, su dinero, su esfuerzo, su paz mental. Y ya están liquidados.
Sí, yo soy uno de esos: ya no espero, no confío, no pido permiso y desde luego, no creo en vuestro contrato.
Por eso existe este espacio. Para gritar lo que tantos piensan pero no pueden decir. Para romper el hechizo del consenso. Para señalar con nombre y apellidos al parásito institucional. Como he dicho en otros escritos, esto no va de partidos, esto va de principios. Y el mío es sencillo: si no puedo firmarlo, tampoco tengo por qué cumplirlo.
Así que, con el colmillo afilado, las tripas vacías y la conciencia en paz, lo repito una vez más:
¡A la mierda vuestro contrato!