La igualdad ya no es un ideal: es un castigo

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Hubo un tiempo —lejano, borroso, casi mítico— en el que la igualdad era una bandera digna. Igualdad ante la ley, igualdad de derechos, igualdad de trato. Una idea noble, como la justicia o la libertad. Pero como toda idea noble en manos de burócratas y pedagogos del poder, la igualdad ha sido convertida en una herramienta de castigo, resentimiento y control social.

Hoy no se busca la igualdad de oportunidades, sino la igualación forzosa de resultados. El mérito molesta, la excelencia incomoda, el talento estorba. Porque lo que se premia no es el esfuerzo, sino la queja. Y lo que se sanciona no es la injusticia, sino la diferencia.

Harrison Bergeron, el protagonista del cuento satírico de Kurt Vonnegut, vivía en un futuro distópico donde todos debían ser igualados mediante medidas coercitivas: pesos para los fuertes, auriculares ruidosos para los inteligentes, máscaras para los guapos. Ese futuro ya no es ficción. Se llama Europa. Y no necesitas pesas: te basta con un BOE, una subvención y una narrativa llorona.

La nueva religión estatal no predica libertad, sino conformidad. Y su evangelio se resume en una frase: «Si tú no puedes, que los demás tampoco». En vez de elevar al que está abajo, se arrastra al que está arriba. No se eliminan barreras, se destruyen peldaños. Todo debe aplanarse, homogeneizarse, diluirse en una masa gris, obediente y subvencionada. El sueño del burócrata: un ciudadano sin atributos.

¿Y de dónde viene esta deriva? De un profundo desprecio por la individualidad. De una visión rousseauniana mal digerida, donde el individuo es peligroso y la comunidad es sacrosanta. Donde lo personal es egoísmo y lo colectivo es virtud. Pero, como bien advirtió John Stuart Mill, “la única libertad que merece tal nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra manera”, y eso es justo lo que está prohibido, porque si te atreves a sobresalir, a pensar diferente, a vivir sin pedir permiso… entonces eres un elitista, o un antisistema, o lo que toque según la doctrina semanal.

La igualdad se ha convertido en el opio de las democracias decadentes. Ya no sirve para defender derechos, sino para justificar privilegios, para fabricar identidades subsidiadas, para crear clases de víctimas oficiales que perpetúan su rol a cambio de un plato de lentejas institucional.

Nietzsche lo vio venir antes que nadie: «El hombre de rebaño necesita que todos los demás también lo sean, para que su mediocridad parezca virtud», y vaya si hemos llegado ahí. Vivimos en el reinado del rebaño. Donde pensar es peligroso, destacar es ofensivo, y desobedecer es terrorismo fiscal o moral.

Simone Weil, que no era sospechosa de liberalismo feroz, lo dijo de forma aún más brutal: “La igualdad impuesta es la forma más refinada de opresión” , y hoy, la UE se ha convertido en experta en ese refinamiento. Nos igualan a golpe de normativas, de cuotas, de impuestos y de «correctismo» cultural. Nos convierten en piezas intercambiables de una maquinaria que ya no produce progreso, sino simulacro.

La igualdad como castigo es una rendición intelectual. Un suicidio de civilización. Una fábrica de mediocres con título y deuda pública.

Y lo peor de todo: se hace en nombre del bien, de la equidad, de la justicia social. Pero, como siempre, cuando el poder dice “justicia”, lo que quiere decir es “obediencia”.

Yo no quiero igualdad de resultados. Quiero igualdad de dignidad. Y eso solo se logra cuando el mérito vuelve a importar, cuando la libertad vuelve a pesar, y cuando el Estado se baja del pedestal y deja de jugar a ser dios con dinero ajeno.

Porque si la única forma de que todos seamos iguales es amputándonos las diferencias, entonces prefiero ser libre aunque me llamen injusto.