La vivienda: una distopía inmobiliaria

La vivienda: una distopía inmobiliaria

Que los precios de la vivienda estén por las nubes no es un fallo del sistema. Es el sistema. Uno que ha sido cuidadosamente diseñado por políticos, burócratas y banqueros para que tú, ciudadano de a pie, trabajes media vida para tener un techo… mientras ellos te venden que lo hacen por tu bien.

¿Quién tiene la culpa? Pues según los que mandan: los fondos buitre, Airbnb, los caseros, el turismo, la especulación y, si hace falta, los alienígenas. Todos menos ellos, los que redactan leyes que estrangulan el mercado, los que ponen trabas a la construcción, los que criminalizan la propiedad, los que convierten el ladrillo en un campo minado jurídico.

Todo esto no es casualidad. Es un plan de incentivos perversos que funciona como un reloj.

Empecemos por las corporaciones locales, que se han convertido en yonkis fiscales del urbanismo. Cada licencia de obra, cada metro cuadrado construido, cada reforma, cada alta de agua o basura… es un impuesto. Y como toda adicción, necesitan más cada año, aunque para eso tengan que hacer virguerías normativas, cambiar planes urbanísticos o bloquear suelo hasta que se les antoje “liberarlo” bajo ciertas condiciones. ¿El resultado? Escasez artificial. Y como diría cualquier estudiante de primero de economía: escasez = precios altos.

Ahora súmale a los bancos. ¿Tú crees que les interesa que las casas bajen de precio? Ni de coña. Las hipotecas están respaldadas por viviendas que, si bajaran un 20 o 30%, pondrían en aprietos los balances de las entidades financieras. El valor ficticio del activo inmobiliario es su chaleco antibalas. Y no hay nada que les guste más que un Estado que protege la burbuja con leyes, ayudas y subvenciones indirectas.

Pero el golpe maestro viene del político. Ese ser oportunista, cuya obra maestra es crear un problema y presentarse como su solución. Primero, restringe el suelo edificable; después, complica los permisos de obra hasta lo absurdo; luego, criminaliza al propietario que quiere alquilar; y, finalmente, promete que construirá “no se cuantas mil viviendas públicas” que no llegarán jamás, pero que sonarán estupendamente en la campaña y que, además… las pagarás tú pero no vivirás en ellas.

Y así el mercado se va pudriendo. Los promotores no invierten por miedo a expropiaciones encubiertas, los pequeños propietarios dejan de alquilar porque no tienen garantías legales, los fondos internacionales huyen porque hay inseguridad jurídica y los jóvenes se quedan en casa de sus padres, con contratos temporales, un alquiler imposible y una hipoteca que dura más que el matrimonio promedio.

Eso sí, luego te dan una ayuda de 200 euros. Te la anuncian en una rueda de prensa, una foto en el Congreso y una nota en los medios titulada “El Gobierno apuesta por el derecho a la vivienda”. Apuesta… con tu dinero y claro, pierde también con tu dinero.

Porque aquí no se trata de garantizar el acceso a la vivienda. Aquí se trata de controlar el suelo, la renta y al ciudadano. Aquí se castiga al que quiere ahorrar, invertir o construir y se premia al que obedece, pide y vota.

La propiedad privada está bajo asedio. Lo dice hasta la Constitución Española, que la reconoce “pero condicionada al bien común”. Traducido: “es tuya, hasta que nos moleste”. Y si molesta, se regula. Y si molesta más, se ocupa. Y si te quejas, eres un especulador.

Esto no es un fallo del libre mercado. Esto es la evidencia brutal de un mercado sin libertad.

Y mientras tú haces números para ver si puedes pagar el alquiler, ellos se frotan las manos con el siguiente impuesto, la siguiente tasa, la siguiente promesa electoral.

Bienvenido a la distopía inmobiliaria. Una distopía construida con ladrillos de regulación y cemento de cinismo.