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Soy libertario, y eso significa, entre otras cosas, que creo en el respeto irrestricto al individuo. No me importa con quién te acuestas, de dónde vienes, de qué color es tu piel o el color de tus ojos. Me importa si eres libre. Me importa si puedes vivir en paz, sin que nadie te imponga nada, ni por decreto, ni por dogma, ni por estadística.
Porque aquí, en esta santa casa del sentido común, lo vamos a decir claro: todas las personas importan… y punto. No las que encajan en una agenda. No las que cotizan en redes. No las que sirven de coartada ideológica. Todas.
Y sin embargo, en pleno 2025, seguimos viendo cómo personas son insultadas, golpeadas, excluidas o despreciadas por razones tan absurdas como el color de su piel, su orientación sexual o su lugar de nacimiento. ¿Sociedad avanzada? ¿Progreso? ¿Evolución? Mis cojones.
Quizá el problema no sea nuevo. Quizá venga de lejos, de muy lejos. De una cultura judeocristiana que predicaba el amor al prójimo mientras quemaba herejes. De siglos de estructura mental basada en la culpa, el pecado, la obediencia y el castigo. De ese poso doctrinal que nos ha enseñado que el diferente es una amenaza y el igual, una bendición. O quizá, simplemente, es que los seres humanos no somos tan inteligentes como creemos.
Voltaire escribió: “Prejuicio es una opinión sin juicio”, y vaya si sobran opiniones hoy… y falta juicio.
Lo irónico es que muchos de los que dicen luchar contra la discriminación, lo hacen discriminando. Dividen a las personas en tribus, identidades, niveles de opresión… y luego se reparten los derechos como si fueran premios por puntos. Lo llaman justicia social, pero es contabilidad moral con resultado amañado.
Desde el liberalismo no se ofrece una visión tribal del mundo. Se ofrece una visión ética, clara, universal: cada individuo vale por sí mismo, sin importar a qué grupo pertenezca y sin necesidad de un permiso de algún colectivo para existir.
El problema es que esta idea es demasiado simple para las élites que viven de la complejidad artificial. Demasiado clara para el político que necesita confusión para seguir chupando del bote. Demasiado justa para el burócrata que quiere repartir justicia desde su mesa de despacho.
Y mientras tanto, seguimos viendo cómo se escupe a lo diferente, se ridiculiza al que no encaja, se penaliza al que piensa por su cuenta. A veces con insultos, otras con leyes y muchas, con ese nuevo poder silencioso: la cancelación.
Pero yo no vengo a cancelar a nadie. Vengo a defender el principio más elemental: el respeto a la persona, a su cuerpo, a su libertad, a su proyecto de vida. Aunque no me guste, aunque no lo entienda, aunque no lo comparta. Porque si solo respetas a quien es como tú, entonces no respetas a nadie, solo te soportas a ti mismo.
Y si el precio de ser libre es defender la libertad, también de los que me incomodan, entonces pago con gusto. Porque sin eso, no hay libertad, solo conformidad vigilada. Así que… ¡a la mierda! con tus cuentos, tus tribus, tus etiquetas, tus jerarquías de color.
Aquí defendemos a la persona. Sin apellidos ideológicos, sin condiciones, sin matices.
Porque todas las personas importan… y punto.