Si en vez de leerlo prefieres escucharlo, puedes hacerlo aquí:
Hay estudios que no hacen falta, pero se hacen igual. Como el último que asegura que los jóvenes se informan sobre todo por redes sociales. Vaya por Dios. ¿Quién lo iba a imaginar? ¿Quién habría sospechado que la generación que creció con el pulgar más desarrollado que la capacidad crítica no se sentaba por las tardes a ver el Telediario? Escándalo nacional, oiga.
Los medios de comunicación tradicionales se llevan las manos a la cabeza. “¡Se están desinformando!”, gritan desde la redacción, mientras insertan en su portada tres anuncios, una columna de opinión sin firmar y un publirreportaje disfrazado de periodismo de investigación. Lo peor no es que los jóvenes no confíen en los periódicos, lo peor es que tienen razón en no hacerlo.
Porque para informarte en condiciones, primero hay que tener algo que los planes de estudio eliminaron hace tiempo: criterio. Y criterio no es leerse la Wikipedia antes de tuitear. Criterio es saber distinguir entre un análisis y una consigna, entre un dato y una manipulación. Pero claro, si los chavales no lo aprenden ni en el instituto ni en casa, ¿qué esperábamos? ¿Que lo encontraran en la sección de comentarios de YouTube?
La cosa no va solo de jóvenes. Va de una sociedad entera que ya no lee, solo escanea. Que no investiga, solo comparte. Que no pregunta, solo opina. Y en medio de todo eso, los medios de siempre siguen vendiendo la moto con un lomo brillante y olor a subvención. Porque si algo les duele de verdad no es que los jóvenes se desinformen, es que no se desinformen con ellos.
El discurso es más viejo que una tertulia política: “Hay que enseñar a los jóvenes a informarse bien”. Traducción: hay que devolverles al redil. Que lean El País, El Mundo o lo que toque. Que crean lo que dice la tele, no lo que dice un tío con un micro en Twitch. Como si los medios clásicos no llevaran décadas siendo altavoces del poder, como si no hubieran callado lo incómodo, blanqueado lo sucio y repetido lo absurdo.
Y sí, las redes están llenas de ruido, bulos y tonterías. Pero también de voces incómodas, datos reales y verdades que no verás nunca en una cabecera con publicidad institucional. Lo jodido es que, en este maremágnum, cada uno encuentra lo que quiere oír, y con eso ya tiene suficiente. Lo importante no es saber si algo es cierto. Lo importante es que te guste. Que confirme tu identidad. Que lo puedas compartir con tu tribu. Así funciona la nueva religión de la opinión: con sus dogmas, sus profetas y sus herejes cancelados.
Al final, el problema no es que las redes desinformen. Es que la gente no quiere estar informada, quiere tener razón. Y si pueden tener razón con una story de 15 segundos, mejor que leer un artículo de 1.500 palabras con gráficos y fuentes contrastadas. Porque pensar cansa, dudar incomoda y leer da sueño. Y porque la verdad, como todo en esta época, tiene que ser rápida, bonita y fácil de consumir, como un reel, como una hamburguesa vegana, como una mentira bien empaquetada.
Mientras tanto, los de siempre seguirán diciendo que la democracia peligra si no confiamos en sus medios. Pero lo cierto es que la democracia peligra cada vez que alguien delega su pensamiento en un titular. Da igual si ese titular lo escribe un becario de redacción o un influencer con el filtro puesto.
Y así vamos: conectados, desinformados y encantados de conocernos. Que no es lo mismo que saber algo, pero al menos, da likes.