España: país ocupado (por su propia administración)

España: país ocupado

Si en vez de leerlo prefieres escucharlo, puedes hacerlo aquí:


Olvídate de invasiones extranjeras, colonizaciones históricas o conspiraciones globales. España ya está ocupada. Y no por una potencia enemiga, sino por algo mucho más peligroso: su propia administración.

Funcionarios, asesores, cargos intermedios, observatorios, consorcios, direcciones generales, subdirecciones, agencias, entes, fundaciones, plataformas de participación ciudadana, redes públicas de innovación sin innovación… El Estado se ha multiplicado como una metástasis burocrática que se alimenta de nuestro esfuerzo y de nuestra resignación.

La ocupación no se nota a simple vista. No lleva uniforme, no desfila, no dispara. Lo suyo es más elegante: te envía una carta certificada, un requerimiento, una notificación de embargo. Y cuando te quieres dar cuenta, trabajas media vida para sostener un aparato que no solo no te ayuda, sino que te exprime.

España es uno de los países con más empleados públicos por habitante de Europa. Y eso no sería un problema si todos esos empleados se dedicaran a mejorar la vida de los ciudadanos. Pero no. La mayor parte del esfuerzo administrativo se destina a gestionar el propio esfuerzo administrativo. La administración se ha convertido en un organismo que solo existe para mantener su propia existencia.

¿Tienes una idea? Pide un permiso. ¿Quieres montar un negocio? Cumple 40 requisitos, presenta 15 documentos y espera seis meses. ¿Tienes una necesidad urgente? Hay un formulario en PDF que solo se puede firmar con un certificado digital que funciona los martes de 10:00 a 10:12. Y si no lo haces bien, multa. Y si protestas, silencio administrativo.

Max Weber definió la burocracia como una herramienta racional para organizar el Estado. Pero hoy en España, esa herramienta se ha convertido en una estructura parasitaria que se auto legitima en nombre de la eficiencia… mientras paraliza todo lo que toca.

Y no es solo el Estado central. Son las comunidades autónomas, los ayuntamientos, las diputaciones, los consejos comarcales, las mancomunidades. Cada uno con su presupuesto, su logo, su boletín, su gabinete de comunicación. Y su obsesión por crear nuevas normativas, nuevos procedimientos y nuevas trabas.

¿Quieres construir una casa? Te lo impiden. ¿Quieres reformar un local? Te lo retrasan. ¿Quieres alquilar una habitación? Te multan. ¿Quieres contratar a alguien? Te lo complican. Pero eso sí, si te apuntas a una subvención que nadie entiende, te hacen una foto con el concejal.

Y mientras tanto, el ciudadano de verdad —el que paga— se ahoga. Se ahoga en tasas, en IVA, en IRPF, en cotizaciones, en retenciones, en recargos. Y lo hace para que el sistema pueda mantener sus oficinas, sus vehículos oficiales, sus dietas, sus cargos duplicados y su ideología de cartón piedra.

España no es un Estado de bienestar. España es un Estado de obesidad… institucional. Y si no haces nada, te engulle, te convierte en cliente del sistema, en súbdito fiscal, en votante pasivo. Porque cuando todo depende del Estado, el ciudadano deja de ser libre y empieza a ser propiedad pública.

Y si lo señalas, si lo criticas, si te quejas, entonces eres un antisistema. Pues que así sea. Prefiero ser antisistema que asalariado del absurdo.

España no necesita más administración, necesita más libertad, menos licencias, menos ventanillas y, sobre todo, menos políticos jugando a SimCity con nuestras vidas.