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Leyendo el último informe sobre el Estado de la Pobreza en España —publicado por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN, por sus siglas en inglés)— a uno le entran ganas de quemar en la plaza pública tanto la palabrería de nuestros próceres como el papel couché de sus memorias institucionales. Porque hay que tener estómago de buitre para tragarse la última función de este circo estatal. Ahora nos venden el “gran pacto de Estado” contra la pobreza infantil, como si los mismos que llevan décadas saqueando la riqueza nacional y fabricando subsidios inútiles pudieran redimir sus crímenes con un PowerPoint repleto de tópicos lacrimógenos.
Se suben al estrado ministros, portavoces, asesores de moqueta y demás ralea burocrática con la misma solemnidad con que Torquemada leía las sentencias. “Ningún niño sin futuro”, proclaman, hinchados de superioridad moral, mientras sostienen con un pulso de acero sus sueldos blindados. Y mientras tanto, los datos se encargan de desnudar la comedia: el 27,7% de la población infantil en España sigue en riesgo de pobreza o exclusión social, casi dos millones de niños que importan mucho como foto, pero nada como realidad.
Por si faltara decorado, este engendro retórico sigue avanzando en el Congreso con toda la parafernalia del consenso impostado. El pasado mayo de 2025 se celebraron nuevas reuniones parlamentarias y encuentros con una procesión de “entidades sociales” —organizaciones, plataformas, observatorios y demás cofradías de la beneficencia profesional— que participan en la redacción de un documento que, ya lo sabemos, terminará siendo un catálogo de generalidades y brindis al sol. Nos prometen que la implementación definitiva dependerá de la culminación de los trabajos parlamentarios y del consenso político y social que logren “en los próximos meses”, ese limbo de aplazamientos donde todo se pudre sin remedio.
No es la primera vez que nos hacen desfilar por este teatrillo de promesas. Desde 2010 llevamos acumulando estrategias, planes, compromisos de agenda 2030 y pactos solemnísimos que, una década después, sólo han servido para engordar la nómina de asesores y mantener intacta la miseria estructural. El riesgo de pobreza infantil sigue asociado a los hogares con empleo precario o insuficiente, y uno de cada cuatro niños vive en casas que no pueden permitirse gastos tan elementales como renovar ropa o mantener el hogar caliente en invierno. Pero en lugar de atajar las causas —un sistema fiscal que esquilma a la clase media, un mercado laboral encorsetado, un Estado elefantiásico que devora recursos—, se limitan a recitar letanías sobre “más inversión social”.
El colmo de la ironía es que estos politicastros sigan vendiendo su filantropía de saldo con dinero que previamente nos arrancan a mordiscos fiscales. Nunca se plantean la solución más sencilla y más decente: reducir impuestos, aligerar la regulación, permitir que las empresas prosperen y que las familias retengan su propio dinero. Eso, claro, no cabe en su horizonte mental de burócratas convencidos de que sólo ellos tienen la legitimidad para repartir migajas.
A la mierda su pacto. A la mierda su solidaridad pagada con el dinero del prójimo. A la mierda su compasión impostada y su ansia de titular complaciente. Si tuvieran un gramo de vergüenza, reconocerían que el Estado es el mayor fabricante de dependencia y pobreza que conocemos, y que perpetuar su tamaño no es caridad, sino extorsión legalizada. Pero no: su espectáculo consiste en sentarse en comisiones interminables, pactar en pasillos alfombrados y celebrar cada paso de esta ópera bufa como si la solución definitiva estuviera a la vuelta de la esquina.
Mientras tanto, casi dos millones de niños seguirán atrapados en la precariedad. Y cuando dentro de un año se publique el próximo informe —con cifras similares o peores—, volverán a convocar otra ronda de consensos. Otro pacto. Otro fracaso. Otra estafa.