El Post-Sanchismo: Crónica de un sistema que se repite

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Pedro, más pronto que tarde, se irá —lo echaremos— pero el hedor queda. Y no porque Sánchez sea especialmente pestilente sino porque el sistema sigue oliendo a cerrado, a moqueta institucional podrida y a BOE recalentado. El problema no es solo él. El problema es el tinglado entero: una partitocracia blindada que recicla caras, eslóganes y falacias mientras te vacía el bolsillo y te llena el telediario de promesas.

Eso sí, lo que nos deja en herencia este personaje quita el hipo. España lidera la pobreza infantil en Europa como quien gana Eurovisión: con orgullo impostado y mucho decorado. Casi 2,3 millones de menores sobreviven en condiciones indignas, mientras sus padres malviven con contratos «fijos» que duran lo que un trending topic. La economía va como un tiro… pero el tiro va a la sien del que madruga y no llega.

La productividad sigue en barbecho. Desde el año 2000, ha crecido un miserable 0,77 % anual, muy por debajo de la UE. Porque aquí se trabaja mucho, sí, pero mal. Con menos inversión, menos innovación y menos futuro que una discoteca un martes por la tarde. El I+D está en coma, el capital humano envejece, la FP Dual es un PowerPoint, y el mercado laboral parece escrito por Kafka en lunes depresivo.

Y luego está el circo del empleo. Sánchez presume de “ocupados” como si fueran logros épicos. Pero si uno rasca un poco —con cuidado de no contagiarse de precariedad— ve la trampa: fijos discontinuos, públicos a tutiplén, y contratos por horas. El subempleo es la nueva normalidad. Y encima lo llaman modernidad.

¿La deuda? Un festival: más de 1,6 billones de euros. ¿El déficit? Estable como una lavadora en centrifugado. ¿El poder adquisitivo? Se fue con la cesta de la compra y no ha vuelto. Pero no pasa nada: la propaganda lo tapa todo, como una manta corta que solo abriga al de arriba.

Y luego está la maldición de nuestra materia prima: el sol. España, con su sol como recurso estrella, ha metido demasiados huevos en el cesto del turismo. Y claro, cuando el modelo económico se apoya en sol y sangría, el resultado es evidente: empleos precarios, salarios de chiste y una vulnerabilidad brutal. Hoy somos tendencia en Instagram, mañana igual ni salimos en el mapa. La dependencia del turismo no es crecimiento, es ruleta rusa con sombrilla. Y todos los gobiernos, de todos los colores, han jugado a esto con la esperanza de que la fiesta no se acabe nunca. Pero el sol no paga pensiones.

Y luego está la vivienda. Convertida en artículo de lujo, inalcanzable para jóvenes, trabajadores y familias con dos sueldos y cero expectativas. Y no, el problema no es Airbnb, ni los fondos buitre, ni el turboliberalismo imaginario. El problema es la combinación letal de una carga fiscal asfixiante, una regulación laberíntica y arbitraria —que cambia según la comunidad o el humor del consejero de turno— y una inseguridad jurídica que espanta hasta al promotor más valiente. Todos los partidos han contribuido a este desastre: unos por acción, otros por omisión y todos por interés. Y así, el mercado se hunde, la oferta se desploma y los precios se disparan. Pero la culpa, claro, siempre es del mercado.

Pero que nadie se equivoque: esto no es solo Pedro Sánchez. Esto es el sistema. Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy… cada uno ha jugado la misma partitura con distinto traje. El votante solo aplaude o abuchea. No decide nada. No controla nada. Y entre elecciones, se le calla la boca con propaganda, miedo o paguitas. Otro presidente, otro envoltorio, la misma podredumbre. Porque nadie quiere tocar el sistema. Nadie quiere listas abiertas, separación real de poderes, ni referéndums vinculantes. Todos quieren seguir mamando del mismo Estado obeso, intervencionista y clientelar.

La democracia no puede ser esto. Y si lo es, hay que cambiarla. Urgentemente.