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Hubo una época en la que ser de izquierdas significaba defender al trabajador. Al que madrugaba, al que sudaba, al que se partía la espalda en una fábrica mientras soñaba con una vida mejor para sus hijos. Hoy, la izquierda se ha convertido en otra cosa, se ha convertido en una máquina de fabricar subvenciones, excusas y victimismos institucionalizados.
La clase obrera ya no les interesa. Les resulta incómoda, vulgar, demasiado heterosexual y, lo que es peor, con sentido común. Ahora prefieren gestionar minorías, administrar agravios y redactar manifiestos sobre micro violencias en el espacio público. El martillo y la hoz han sido sustituidos por el Excel y el PowerPoint. Y la revolución se hace desde el Observatorio de Perspectiva Intersectorial del Ministerio de Igualdad.
¿Qué ha pasado? Muy simple: la izquierda ha dejado de ser obrera porque ya no necesita obreros. Necesita subvencionados. Porque un obrero autónomo es peligroso: piensa, se esfuerza, decide. Pero un subvencionado es dócil. Vota lo que le digan, aplaude lo que le dan y calla lo que le quitan.
Albert Camus, que sí sabía lo que era enfrentarse al poder, ya lo decía: “El servilismo comienza cuando el pan viene con instrucciones”. Y vaya si han repartido instrucciones. Hoy no necesitas luchar por tus derechos: solo necesitas inscribirte en el programa adecuado. Y si tu problema no existe, no importa: lo inventamos.
Del trabajo como valor hemos pasado al subsidio como derecho. Y el resultado es un ecosistema donde el mérito es sospechoso, la excelencia es clasista y la cultura del esfuerzo es un resabio neoliberal. No se construyen oportunidades: se reparte resignación con código QR.
La izquierda clásica creía en el progreso, en el trabajo, en el ascenso social. Hoy cree en la renta mínima, en la jornada de 30 horas pagada por los demás, en la vivienda gratis gestionada por políticos que nunca han construido una mierda.
Antonio Gramsci, al que tanto citan sin haberlo leído, escribió que “quien controla la cultura, controla la política”. Y lo tomaron al pie de la letra. No han tomado las fábricas, han tomado las universidades, las televisiones, los sindicatos, los institutos, el BOE. Ya no buscan cambiar el sistema, quieren dirigirlo. Y cobrar por ello.
¿Y el trabajador? Olvidado, exprimido y encima culpabilizado. Porque ahora resulta que si tienes una pequeña empresa, eres explotador. Si alquilas una habitación, eres especulador. Y si te molesta que te sableen a impuestos, eres insolidario.
La izquierda actual no odia al rico. Odia al que progresa sin pedir permiso. Odia al que no necesita que lo rescaten. Odia al que no quiere depender.
Y por eso se esfuerzan tanto en empobrecerte, en cansarte, en confundirte. Para que al final aceptes el único futuro que te ofrecen: una nómina pública, una ayuda condicionada, una opinión controlada y una vida pequeña.
Pero no, gracias. Algunos no hemos venido a pedir permiso. Hemos venido a decir que el trabajo no es un castigo, y que vivir sin que el Estado te regale nada es, precisamente, la mayor forma de libertad.