La dictadura de tu bien: exijo el derecho a que me dejen en paz

Si en lugar de leerlo prefieres escucharlo, puedes hacerlo aquí:


Hay una peste silenciosa que recorre Europa, más tóxica que el mal vino y más asfixiante que un BOE en pleno agosto: la peste de la hiperlegislación paternalista. Esa que, bajo la máscara del bien común, te roba el derecho a decidir en nombre de tu supuesta protección. La nueva religión estatal no tiene santos ni dogmas: tiene reglamentos, normativas y artículos por centenares. Y todos dicen lo mismo: “No se preocupe, ciudadano, nosotros pensamos por usted”.

Pues miren, no. No quiero que piensen por mí. No quiero que me protejan como si fuera un niño de seis años con una venda en los ojos. Quiero —y exijo— mi derecho humano a equivocarme.

Porque detrás de cada nueva ley que limita, impone o impide, hay un burócrata convencido de que sabe mejor que yo lo que me conviene. Y ese es el problema: el Estado ha dejado de ser árbitro para convertirse en tutor. Pero no un tutor sabio y generoso, no: un tutor estúpido, cargado de superioridad moral, incapaz de distinguir entre cuidar y domesticar.

Para muestra un botón: no puedo consumir determinadas sustancias porque el Estado ha decidido, con su dedo moralista, que unas son malas y otras, mágicamente, no lo son. ¿El alcohol? En cada esquina, en cada casa, en cada celebración. Clasificada como dura y con terribles efectos sociales, pero normalizada e incluso promocionada. ¿Otras? Prohibidas. ¿Por qué? Porque patata. Porque el paternalismo estatal necesita incoherencias para justificar su existencia. Quiero poder elegir —y asumir los riesgos— de lo que meto en mi cuerpo. Quiero poder consumir lo que me dé la real gana o abstenerme de todo, sin que me lo dicte una panda de burócratas con complejo de catequista.

La lista es interminable. No puedo pagar en efectivo más de mil euros porque soy automáticamente sospechoso. No puedo alquilar mi casa sin la bendición del boletín de eficiencia energética. No puedo vender una barra de pan sin que esté en una bolsa biodegradable aprobada por el espíritu santo de Bruselas. No puedo trabajar las horas que quiera, comprar leche cruda, hacer trueque…

Todo está regulado, tasado, controlado. Y con cada ley, con cada norma, con cada directiva, me van robando el espacio donde habita la libertad. Todo para protegerme, dicen. Para protegerme de mí mismo. La libertad no es hacer lo que quiero sin consecuencias, la libertad es aceptar las consecuencias de lo que elijo. Y eso, en esta Europa infantiloide, se considera un lujo peligroso.

Locke, Stuart Mill, Isaiah Berlin… todos ellos coinciden en algo esencial: el individuo debe ser el dueño de su vida, incluso si eso implica cagarla a lo grande. Lo contrario es servidumbre ilustrada. Una tiranía con sonrisa, con presupuesto estatal y con consultoras haciendo PowerPoints sobre cómo protegernos de nosotros mismos.

¿Y si no quiero? ¿Y si prefiero arriesgarme? ¿Dónde está mi cláusula de no aplicación? Quiero, exijo, poder marcar una casilla, una sola, que diga: “Gracias, pero no, dejen de legislar sobre mi vida”. Porque soy mayor de edad, pago mis impuestos y tengo derecho a vivir como me dé la puta gana mientras no joda al prójimo.

Pero no. El Leviatán contemporáneo —esa mezcla de burócrata europeo, político español y técnico de gabinete— ya ha decidido que la libertad es demasiado peligrosa para el pueblo. Que hay que envasarla, reglamentarla, pasteurizarla y repartirla con cuentagotas.

Y mientras tanto, tú y yo, los supuestos soberanos, cada día más pequeños, más tutelados, más amputados de voluntad. Ciudadanos sin soberanía. Sujetos sin sujeto.

Así que no me vengan con más leyes protectoras, ni con su ética hipócrita. Vayan ustedes a legislar sobre sus vidas. Yo ya tengo bastante con la mía.

Pero aquí sigo, libre —aunque vigilado—, con la certeza de que la verdadera democracia no es votar cada cuatro años, sino poder mandar al diablo una ley absurda sin ser tratado como un criminal.