Sindicalismo fosilizado: arqueología de la subvención y el eslogan

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Uno camina por España y se tropieza con ruinas por todas partes: ruinas romanas, ruinas medievales y ruinas sindicales. De las primeras se aprende historia; de las segundas, arquitectura; de las terceras, solo queda el hastío.

Los sindicatos en España son como los dinosaurios: enormes, pesados, ruidosos cuando se mueven —que es poco— y, sobre todo, extintos en la práctica aunque se empeñen en pasear su esqueleto por los telediarios. Sólo el 21% de la población activa está afiliada, pero ahí siguen, dictando convenios y soltando arengas como si la mina de Somorrostro siguiera echando humo y los patrones llevasen látigo.

Aferrados a la retórica rancia de la lucha de clases, estos supuestos representantes del “proletariado” viven hoy de algo muy distinto al sudor obrero: viven de las subvenciones del Estado. Pan y pesebre.

Según la Intervención General de la Administración del Estado, UGT y CCOO se han repartido entre 2020 y 2024 más de 380 millones de euros de fondos públicos —o sea, de tu bolsillo, querido contribuyente— para seguir organizando desayunos con churros, imprimir pancartas y mantener sedes donde el único ruido es el de las fotocopiadoras.

Eso sí, su superioridad moral permanece intacta, como si se hubieran tragado a Marx en su juventud y regurgitaran egagrópilas en forma de boletín interno. Hablan de justicia social con voz engolada, pero callan cuando sus liberados eternos encadenan décadas sin pisar el tajo. Se les llena la boca con el “pueblo”, pero firman convenios que exprimen a los mismos obreros que dicen proteger.

Si Diógenes viviera, recorrería las calles con su linterna buscando un sindicalista con coherencia… y no encontraría ninguno.

No entienden que el mundo ha cambiado. Que las nuevas formas de empleo, la digitalización y la descentralización han desmontado su tinglado. Que los trabajadores de hoy ya no se ven reflejados en esa estética del megáfono, el puño en alto y el almanaque del Che colgado en la pared. Que ya no estamos en 1917, cojones.

Tampoco lo entienden los gobiernos, que los mantienen como muleta ideológica y aparato decorativo, útiles para calmar protestas, firmar la “paz social” y hacerse fotos el Primero de Mayo, ese carnaval de chaquetas de pana y puños al viento donde se entierra, cada año, otro poco de credibilidad.

Decía Tocqueville que la tiranía más peligrosa es la que se ejerce bajo el manto de la legalidad y con fines supuestamente nobles. Bien podría haber añadido: “…y con financiación pública al sindicalismo domesticado”.

Y luego está el silencio: el silencio cómplice cuando gobierna la izquierda, la sumisión bochornosa ante sus amos ideológicos. Porque estos sindicatos, más que instrumentos del pueblo, son perros de compañía del poder. Ladran mucho cuando la derecha se asoma, pero se sientan y menean el rabo cuando el socialista de turno les lanza una galletita presupuestaria.

¿Representatividad? Un mito. ¿Transparencia? Un chiste. ¿Utilidad real? Solo si uno considera útil mantener vivos a unos cuantos vividores del eslogan y el Excel. Porque a día de hoy, los sindicatos en España no son más que un recuerdo subvencionado de lo que nunca llegaron a ser del todo.