Esto es gratis… pero lo pagas tú

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En el inmenso circo semántico del Estado moderno, pocas palabras han sido tan prostituidas, vejadas y vaciadas de contenido como el adjetivo “gratuito”. Nos lo lanzan a la cara con la alegría de un trilero borracho: sanidad gratuita, educación gratuita, transporte gratuito, vivienda gratuita.

Pero no nos engañemos: lo gratuito no existe. Lo que no pagas tú directamente, lo pagará otro por ti. O, para ser más precisos: lo pagará el pringado de siempre, el ciudadano ordeñable, el contribuyente neto, ese esclavo fiscal que no puede esconderse en un despacho ministerial ni refugiarse en una deducción creativa. “Lo pagamos entre todos”, dicen con sonrisita de comunión. Pero el “todos” siempre acaba siendo “unos pocos”, los que no saben ni cómo deducirse el café del bar.

El Estado no tiene dinero. Ni un céntimo. El gobierno no genera riqueza. Solo la reparte —y a menudo muy mal— tras exprimirla con saña. Cada vez que un ministro anuncia una ayuda pública, en realidad está saqueando un bolsillo privado. Hablan de “ayudas del gobierno” como si el gobierno tuviera una hucha mágica custodiada por hadas presupuestarias. No, coño, la ayuda del gobierno es una transferencia forzosa desde tu nómina a un cajón donde esperan votantes agradecidos, empresas domesticadas o clientelas adiestradas.

Tomemos, por ejemplo, el transporte público gratuito para jubilados. A primera vista suena razonable: hay pensionistas que sobreviven con 700 euros al mes y para quienes el billete de autobús es una mordida más a su ya famélico presupuesto. Pero el truco está en la palabra “todos”. Porque también hay jubilados que ingresan 3.267 euros mensuales —más que un sueldo medio— y que, aun así, viajan gratis en metro o autobús. ¿Gratis para quién? Para ellos, sí. Pero alguien está pagando ese billete: su nieto mileurista, el que paga un 21% de IVA por unas deportivas y ve cómo su salario se esfuma antes de tocar la cuenta. El sistema redistribuye de abajo a arriba, con una sonrisa de equidad pintada con betún electoral.

Otro caso: la sanidad “gratuita”. Aquí el engaño es doble. No solo se presenta como un regalo del cielo, sino que se oculta el coste real: una maraña de impuestos, cotizaciones, retenciones, y el pago indirecto vía deterioro del servicio. Porque cuando todo es “gratis”, el incentivo a usarlo racionalmente desaparece. Urgencias saturadas por mocos, operaciones en eternas listas de espera y profesionales sanitarios explotados por una gestión tan eficiente como una silla con dos patas.

Y ni hablemos de la educación “gratuita”. En España, un niño de familia adinerada puede disfrutar de un colegio público de excelencia en un buen barrio, sin pagar un euro, mientras la familia trabajadora del extrarradio sufre centros caóticos, recursos mínimos y profesores quemados. ¿Dónde está la justicia social en que el rico se aproveche de lo gratuito costeado por el mileurista?

Este discurso tramposo se alimenta de un lenguaje cuidadosamente manipulado. “Gratuito”, “público”, “solidario”… palabras nobles convertidas en slogans huecos, en placebos lingüísticos. Orwell lo advirtió en 1984: quien controla el lenguaje, controla el pensamiento. Y aquí el pensamiento está siendo moldeado a fuerza de eufemismos: no pagas impuestos, haces “aportaciones solidarias”; no te endeudas, “inviertes en futuro”. No te roban, te protegen.

Decía Bastiat que “el Estado es la gran ficción mediante la cual todos intentamos vivir a costa de los demás”. Y esa ficción se sostiene sobre el dogma de la gratuidad, el opio moderno con el que se adormece a las masas: tranquilo, ciudadano, papá Estado lo paga. Pero ese papá no existe, lo que sí hay es un gigantesco Estado voraz, histérico y torpe, que arranca con una mano lo que regala con la otra, mientras nos hace sentir agradecidos por ello.

Así que la próxima vez que oigas a un político prometer algo “gratis”, revisa tu cartera. Porque el único que paga eres tú. Y si no lo haces tú, lo hará tu hijo. O el hijo de alguien. Porque aquí nada es gratis. Solo el cinismo de quien lo promete.