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España: ese país donde puedes cruzar la península a 300 km/h, siempre que no te roben un cable. Porque eso fue lo que pasó: un mísero robo de cobre colapsó la red de alta velocidad entre Madrid y Sevilla. Y no hablamos de un atentado internacional, ni de un ciberataque ruso, ni de una tormenta solar. No, fue un tío con alicates.
Y claro, la maquinaria institucional se puso en marcha. ¿Para arreglarlo? Pues no, para echar la culpa.
El ministro de Transportes, Óscar Puente —ese gran polemista de Twitter reconvertido en responsable de infraestructuras— salió raudo a decir que no era un simple robo, no señor: era sabotaje. Un ataque, una conspiración. Vamos, que parecía que hablaba del 23-F.
Pero no nos quedemos cortos: ¿Y si no ha sido sabotaje? ¿Y si ha sido un ataque alienígena? Un comando interestelar de civilizaciones superiores, hartas de ver cómo gestionamos las infraestructuras públicas, han venido desde Alfa Centauri, no para invadirnos, sino para quitarnos el cobre y venderlo en un chatarrero galáctico. Una invasión tecnológicamente avanzada, pero con la lógica del trapicheo de extrarradio. Total, en este país todo cuela… menos la rendición de cuentas.
Pero la realidad es más prosaica: un robo de cable mal gestionado, sin vigilancia, sin respuesta y con miles de viajeros atrapados como si estuviéramos en 1975. Con calor, con bebés llorando, con gente sin agua, con empleados de Renfe mirando al suelo haciendo lo que buenamente podían.
¿Y dónde estaban los responsables? Bien, gracias. En sus despachos, redactando comunicados, buscando sinónimos de “sabotaje” para no tener que decir lo evidente: que esto ha sido una chapuza monumental, una más.
Porque RENFE y ADIF no son empresas, son organismos estatales con logo, agencias de colocación con trenes. Nadie responde. Nadie dimite. Nadie paga. Y si tienes la osadía de protestar, te mandan a reclamar al buzón de sugerencias del olvido administrativo.
Y mientras tanto, los viajeros —esos contribuyentes que pagan el billete y el rescate— se comen el caos con patatas. Sin información, sin alternativas, sin nadie que dé la cara.
España es ese país donde el AVE presume de puntualidad… hasta que una rata con tenazas decide lo contrario. Donde la inversión multimillonaria en alta velocidad descansa sobre una línea vulnerable al primer chispazo de realismo.
Y lo peor es que no es un caso aislado. Es el síntoma de un modelo: una gestión pública clientelar, ineficiente y arrogante. Donde el mérito se mide por militancia, y la responsabilidad se reparte como las pastas en una reunión de vecinos: nadie quiere la última.
¿Y sabes lo más bonito de todo esto? Que los responsables seguirán en su sitio. Que nadie será cesado. Que la ministra de Hacienda nos dirá que todo va bien. Que el ministro de Transportes volverá a hablar del “sabotaje”, como si estuviéramos en un capítulo malo de “El Ministerio del Tiempo”. Y que tú, querido lector, pagarás la próxima vez una subida en la tarifa eléctrica o ferroviaria. Porque en este país, el fallo es estructural, pero la factura siempre es personal.
España necesita trenes rápidos, sí… (o no, de esto ya hablaré en otro artículo), pero también necesita una administración que no viaje en burro, una gestión que sepa distinguir entre planificación y parche y una ciudadanía que empiece a decir basta a tanto descaro institucional.
Porque si el futuro es una red ferroviaria que se cae por un cable, el futuro está en vía muerta.