El Gobierno del Bulo

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Regeneración democrática, decían. Lucha contra la desinformación, proclamaban con solemnidad. Pedro Sánchez, vestido de cruzado moderno, se alzó en su púlpito de Moncloa para predicar la buena nueva: acabar con los bulos. La maquinaria del fango debía ser desmantelada, los pseudomedios desenmascarados, los enemigos de la democracia señalados… y censurados, si era menester. Todo por el bien común, claro. Pero el problema —el de siempre— es que el barro lo pisaban ellos… y les llega hasta las cejas.

La última joya del dislate democrático ha venido de la mano de tres ministros, que como los Reyes Magos del disparate trajeron oro, incienso y un bulo bien gordo. Pilar Alegría, María Jesús Montero y Óscar López se abalanzaron sobre una noticia publicada por El Plural —panfleto de cabecera del oficialismo palaciego— donde se acusaba a Juan Vicente Bonilla, excapitán de la UCO, de haber fantaseado con ponerle una bomba lapa al presidente del Gobierno.

¡Ah, qué oportunidad tan jugosa! ¡Qué casualidad tan conveniente! ¡Qué enemigo tan útil! Se lanzaron como hienas al festín mediático: “¡Exigimos su cese!” “¡Es intolerable!” “¡Amenaza de muerte!”… Pero había un problema: era mentira. De esas mentiras con todas las letras, de las que no se pueden vestir ni con la toga del Constitucional.

El mensaje real de Bonilla —publicado completo después— revelaba justo lo contrario: el tipo temía que le pusieran a él una bomba lapa. No la deseaba para nadie, mucho menos para Sánchez. Pero ya era tarde. El Gobierno del bulo, alérgico a la rectificación, optó por lo que mejor se le da: la huida hacia adelante. Óscar López, en lugar de disculparse, redobló la apuesta. Y Alegría y Montero, fieles al guion, hicieron lo que mejor saben: callar como tumbas.

Esto, por supuesto, no impidió que Sánchez siga paseando su cruzada contra los bulos como quien predica en un desierto de coherencia. Tras su famoso “periodo de reflexión” (esa performance emocional de cinco días para que lo rogaran como a la Pantoja), el presidente volvió con aires de mártir y un nuevo plan: la «regeneración democrática», que consistía, básicamente, en silenciar a quien no le diera la razón. Porque los bulos, parece, sólo son peligrosos cuando no los lanzan sus ministros.

Recordemos que ya en 2020 su Gobierno aprobó un «procedimiento contra la desinformación» gestionado por el Departamento de Seguridad Nacional —¿quién necesita censores cuando puedes tener burócratas vigilantes?—. Y luego vinieron los discursos: que si la ultraderecha, que si potencias extranjeras, que si la ocupación, que si las vacunas… todo lo que oliera a disenso se envolvía en la palabra mágica: bulo.

Pero, claro, cuando el bulo sale de Moncloa, no hay máquina del fango. Hay «errores de interpretación». O directamente, el silencio más espeso, como en este caso. No han pedido perdón. No han rectificado. No han dicho ni mu. Porque la verdad les importa un carajo, y la coherencia aún menos. Lo que les importa es el relato. Esa fantasía en la que siempre son víctimas de conspiraciones tenebrosas, y nunca, jamás, protagonistas de su propio lodazal.

Mientras tanto, se convocan protestas. Ayuso y Feijóo, con más o menos tino, denuncian lo obvio: que este Gobierno insulta a la inteligencia de los ciudadanos. Que juega con fuego institucional mientras se arropa en palabras grandilocuentes. Que no hay regeneración democrática posible si los que difunden los bulos están en el Consejo de Ministros.

¿La paradoja? Que el mismo Gobierno que quiere leyes para controlar la desinformación no es capaz de controlar sus propias bocas. Y que quienes predican la transparencia actúan como si la rectificación fuera pecado mortal. Es el viejo juego de “haz lo que digo, no lo que hago”. El problema es que ya no cuela. Y cuando un Gobierno se convierte en fabricante de bulos, y además presume de ser su verdugo, ya no es sólo cínico. Es peligroso.

Porque sí, amigos, se puede ser Gobierno y bulo al mismo tiempo. Y se puede escribir con mayúsculas: GOBIERNO DEL BULO. España lo sufre, y lo paga. Con impuestos. Y con la verdad por los suelos.