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España, ese país donde la ley es igual para todos, salvo que seas colega del jefe, estés en la pomada o caigas en la ruleta rusa de la imputación política. Esta semana, la tómbola ha escupido una bola caliente: el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, ha sido formalmente imputado por un presunto delito de revelación de secretos. Y claro, el patio se ha revolucionado como convento sin misa.
El Gobierno ha salido en tromba a recordarnos que la presunción de inocencia es sagrada. Tan sagrada como ese mandamiento que dice “no robarás”, que en los pasillos del poder se lee como “no robarás… si no te pillan”. Pedro Sánchez y sus corifeos han invocado el principio como si fuese la Constitución misma, esa que por cierto se saltan con la gracia del funambulista cada vez que les molesta una coma. “Confianza plena”, “persecución política”, “ruido mediático”, dicen. Como si se tratara de un mal sueño. Pero ojo, que no les falta razón: la presunción de inocencia es un derecho fundamental. El problema es cuando ese derecho se convierte en excusa para mantener privilegios mientras todo apesta.
El PSOE, tan dado a exigir dimisiones por sospechas ajenas, se ha vuelto ahora celoso guardián de la cautela procesal. Y ahí está el truco del trilero institucional: confundir presunción de inocencia con responsabilidad política, como si fueran sinónimos. No lo son. La primera protege al ciudadano de ser condenado sin juicio. La segunda protege a las instituciones de ser arrastradas por la mierda. Una cosa es que un imputado no deba ir a la cárcel sin pruebas; otra muy distinta es que siga aferrado al cargo como si nada pasara, mientras la justicia decide.
No se trata de culpabilidad penal, se trata de legitimidad política. Si te imputan de un presunto delito desde el mismo cargo que ocupas, no estás en condiciones de representarnos. No porque seas culpable, sino porque no podemos permitir que el cargo quede bajo sospecha. No se juzga solo al hombre, se juzga la credibilidad de la institución. Y si eso no te da vértigo, es que estás más apegado al sillón que a la democracia.
Y no es que el Partido Popular esté para dar lecciones. Sus dirigentes han salido como hienas en celo, pidiendo dimisiones en modo apocalipsis institucional, elevando la imputación del Fiscal General a tragedia nacional. Exigen dimisiones en cadena: del fiscal, del presidente, de todo el que pasaba por allí. ¿Y qué hacían ellos cuando imputaban a los suyos? Defenderlos hasta el ridículo. Ahí está el caso Cifuentes: no dimitió por una cuestión de responsabilidad política, sino porque apareció un vídeo robando cremas en un Eroski. Lo del máster era anecdótico. O Casado, cuyo escándalo del máster en la Rey Juan Carlos reveló que obtuvo el título sin asistir a clase ni presentar trabajos, según la jueza instructora que habló de «regalo académico». El Tribunal Supremo decidió no imputarle, pero reconoció que no había pruebas de que hubiera cursado el posgrado ni cumplido los requisitos. El PP, lejos de exigirle explicaciones, lo arropó como si se tratara de una aparición mariana en la sede de Génova. O Baltar, ese monumento al caciquismo gallego que podría dar clases de nepotismo con PowerPoint.
Ambos partidos juegan con la presunción de inocencia como el trilero con la bolita. Si el imputado es de los tuyos, se convierte en mártir judicial, víctima de una caza de brujas. Si es del contrario, es culpable antes de que el juez abra la carpeta. Esta hipocresía sistemática no es nueva, pero ya ni la disimulan. Antes, al menos, fingían tener principios. Ahora se limitan a intercambiar reproches con la convicción del yonqui que predica abstinencia.
En todo este circo, la justicia vuelve a ser la gran puteada. Manoseada, instrumentalizada, utilizada como garrote o escudo según convenga. No hay respeto por los tiempos procesales, ni por la independencia judicial, ni por la inteligencia del ciudadano. Solo hay cálculo. El cálculo miserable de quién puede desgastar más al otro mientras el país se hunde en la inercia institucional.
Lo triste no es que se defiendan o ataquen en función del carné. Lo verdaderamente jodido es que la ciudadanía lo tolere con resignación bovina, como si fuera normal que cada vez que hay una imputación relevante, el debate gire en torno a si el acusado es de los nuestros o de los suyos. Como si el estado de derecho dependiera del color político. Como si la presunción de inocencia fuera un comodín y no un derecho. Como si la democracia fuera una pelea de barro.
Que un Fiscal General esté imputado por un presunto delito de revelación de secretos debería estremecer hasta al más fanático. Pero aquí estamos, contando escaños, buscando encuestas, y repartiéndonos las culpas como quien repasa las cartas de una partida de tute. Porque ya ni el escándalo escandaliza.
Así que no. No es la presunción de inocencia lo que está en juego. Es la dignidad institucional. Y esa, señores, hace años que está imputada, procesada y condenada. Solo que nadie ha querido dictar sentencia.