Pedro y Benito

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Pedro Sánchez, campeón de la democracia, abanderado del progreso, nuevo mesías de la igualdad y la resiliencia… lleva años gritando “¡fascista!” a todo aquel que no le ríe las gracias. Le dices “no estoy de acuerdo” y ya eres primo segundo de Mussolini. Le criticas una ley y te planta una camisa parda. Y mientras nos señala con su dedo de tirano ofendido, va y se calza uno a uno los botines del autoritarismo. Porque aquí, entre tanto antifascista autoproclamado, el que más huele a fascio es, precisamente, quien dice combatirlo.

Y conviene dejarlo claro desde el principio: no estoy diciendo que Pedro Sánchez sea un fascista. No lo es. España sigue siendo formalmente una democracia y el presidente ha sido elegido por las urnas. Pero una cosa es el régimen, y otra muy distinta las actitudes. Y algunas de las suyas, desde el culto a la personalidad hasta el control del relato, se asemejan demasiado a ciertos tics autoritarios que, en otras épocas y geografías, derivaron en sistemas totalitarios. Así que no le llamo fascista, sólo señalo que actúa como si lo fuera en demasiadas ocasiones. Con esmoquin y sonrisa, eso sí.

Lo curioso es que si repasamos uno por uno los rasgos clásicos del fascismo, la lista empieza a parecerse demasiado al día a día de este gobierno. Nacionalismo extremo, por ejemplo. No va por ahí envuelto en una capa rojigualda, cierto. Pero pacta y se apoya en partidos que promueven nacionalismos excluyentes, que persiguen el castellano, dinamitan la convivencia y quieren trocear el país mientras él sonríe y les firma cheques. Todo por la estabilidad, claro. A veces parece que se va a romper España… pero con diálogo, agenda común y financiación singular.

Luego está el sanchismo en sí. El PSOE ya no es un partido político, es un holograma, un decorado, un retablo donde sólo brilla Pedro. Lo del partido único no se ha logrado porque la ley no lo permite, pero que el culto al líder existe, que la voz del partido es la suya y sólo la suya, eso es más que evidente. Los que discrepan, al rincón de pensar. O de callar.

Gobierna por decreto, legisla sin oposición efectiva, somete a las instituciones. Ha convertido la Fiscalía en una prolongación del Consejo de Ministros, el CIS en su agencia de sondeos dirigidos y a RTVE en su Noticiario Oficial del Régimen Progresista. A la Justicia le ha puesto bozal, y a los jueces que no le bailan el agua les llama «ultraderecha togada». Si eso no es autoritarismo con laca, que baje Azaña y lo vea.

Y la propaganda… El fascismo clásico tenía al Ministerio de la Verdad. Nosotros tenemos la «máquina del fango», el «gabinete de la calidad democrática» y media docena de ministros con el argumentario tatuado en la frente. Toda crítica es desinformación, toda duda es odio, toda pregunta incómoda es ataque a la democracia. Y si no tragas, si no aplaudes, eres el enemigo. ¿Y quién es el enemigo? La derecha, la ultraderecha, los jueces, los empresarios, los periodistas que no aplauden. Todo se reduce a una lucha entre el Bien Progresista y las fuerzas tenebrosas del pasado. Esto no es política, es inquisición con gabinete de comunicación.

Los derechos fundamentales, mientras tanto, se retuercen como reglamento en dictadura bananera. La libertad de expresión está permitida, siempre que no moleste. La justicia es igual para todos, salvo si eres amigo del poder. La educación se convierte en catequesis ideológica, la protesta se etiqueta como crispación, la salud pública se ahoga en listas de espera mientras el dinero fluye hacia los chiringuitos de la moral woke. La libertad de opinión existe… si coincide con la del BOE.

La igualdad ha sido convertida en una caricatura con perspectiva interseccional. Ya no se trata de garantizar los mismos derechos a todos, sino de repartir privilegios según el grupo, la bandera o la cuota. Un universalismo roto en mil identidades enfrentadas. Todo ello al grito de “progreso”, como si progresar fuera dinamitar los principios básicos de la convivencia, y después colocar un cartel de “Espacio seguro subvencionado”.

Así que no, Pedro Sánchez no es fascista. Pero que alguien tan obsesionado con repartir etiquetas de fascismo cumpla tantos requisitos del manual… eso ya debería hacernos pensar. No porque vaya a instaurar una dictadura (para eso aún hay que suspender elecciones), sino porque ya se comporta como si el poder fuera suyo por derecho moral, como si disentir fuera delito, como si gobernar fuera mandar sin estorbo, sin preguntas, sin contrapesos. Puro absolutismo posmoderno con corbata fina.

Por cierto, como habrás notado, he puesto como ejemplo las manifestaciones actitudinales de Pedro Sánchez, pero si afinas un poco el oído —y la ironía— verás que estas actitudes florecen en muchos otros políticos y sus fieles escuderos: desde los hooligans de partido que convierten las universidades en ring de boxeo para impedir cualquier charla incómoda, hasta esos revolucionarios de sofá que predican la igualdad desde la comodidad de su chalet en Galapagar. Porque, ya se sabe, la coherencia es ese lujo que pocos se pueden permitir.

La próxima vez que alguien te grite «¡fascista!» por no comulgar con la línea oficial, no te alteres. Sonríe, respira hondo y señala el BOE. Porque, a lo mejor, el fascista no eres tú. A lo mejor, el fascista es el que no para de llamarte así mientras firma cheques, apaga voces y colecciona aplausos a golpe de decreto.