Sánchez firma la paz con la OTAN… mintiendo sobre la letra pequeña

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La política española ha alcanzado nuevas cimas del esperpento, y Pedro Sánchez, presidente en funciones y actor de reparto en el gran drama atlántico, ha firmado otra función para la posteridad. Esta vez en la sala de prensa de Moncloa, completamente vacía, como si la audiencia hubiera huido presa del bochorno. Pero no. Allí estaba él, solemne y mirando a las sillas, imaginando en ellas, supongo, los ectoplasmas de los espíritus de Julián Besteiro, Largo Caballero y Negrín compartiendo mesa redonda. Puro realismo mágico, pero sin magia y con mucho realismo cutre.

En su “declaración institucional”, con la prestancia de un notario de su propia autocomplacencia, Sánchez soltó la gran novedad: España invertirá el 2,1 % (ni más, ni menos) del PIB en Defensa gracias a un acuerdo inédito con la OTAN, bendecido por la misiva de Mark Rutte, ese tecnócrata neerlandés que pasará a la historia por dos cosas: pilotar la guerra fría 2.0 y darle a Sánchez una carta blanca que, al parecer, solo él ha leído como un cheque en blanco. Según el presidente, esto permitirá blindar el Estado del bienestar mientras se cumple —milagrosamente— con las exigencias de los halcones del Atlántico Norte. Aplausos imaginarios. Telón.

Pero ¡ay! Unas horas después, llegó el desmentido con acento anglosajón: la OTAN, en voz del propio Rutte (el mismo de la carta mágica), aclaró que España tendrá que rascarse el bolsillo hasta llegar al 3,5 % del PIB. Flexibilidad, sí; pero con final obligatorio. Como esas hipotecas variables que empiezan suaves y acaban por dejarte viviendo en el trastero. Eso sí, la revisión se hará en 2029. Traducido del politiqués: “Para entonces tú ya no estás, Pedro, y que le jodan al que venga después”.

¿Qué ha pasado aquí? Lo de siempre: propaganda disfrazada de alta diplomacia. Sánchez monta un monólogo institucional, le da barniz de historia, cita los valores europeos y saca músculo sin músculo. Pero cuando se lee la letra pequeña, descubrimos que no hay tal acuerdo, sino una declaración de buenas intenciones que ni siquiera exime a España del sablazo militar, sino que pospone el sablazo a un futuro en que todos nos habremos vuelto más pobres y menos pacifistas.

Lo que ha hecho Sánchez es manual de trilero institucional: juega con las palabras, se parapeta en la retórica y evita el debate real. Porque lo que no quiere —ni de coña— es sentarse frente al Congreso y decir: “Señorías, vamos a gastar el 3,5 % del PIB en tanques y cazas mientras se cierran escuelas rurales”. Esa escena no cabe en el guion de este presidente que vive más en los titulares que en los presupuestos. Prefiere la escena vacía, las sillas mudas y la ficción de que puede quedar bien con Trump sin cabrear a Podemos.

España, mientras tanto, vuelve a su papel favorito: el del primo pobre que finge ser rico. Como cuando uno lleva reloj falso al casino: quizás cuele durante una mano, pero a la larga se nota que el Rolex no hace tic-tac. Porque ni el 2,1 % actual es suficiente, ni el 3,5 % es asumible sin recortes. Así que el presidente ha elegido la tercera vía: decir una cosa mientras sucede la contraria. Pura política española: prometer lo imposible, negar lo evidente y vestirse de estadista mientras se recita un monólogo para nadie.

Ni Cela lo habría descrito con tanta ferocidad: una España donde el presidente habla solo, firmando acuerdos que no existen, vendiendo como victoria lo que es una rendición diferida. Valle-Inclán, desde su calavera, se descojona: el esperpento ya no necesita deformar los espejos, porque la política actual ya viene torcida de fábrica.

Y así estamos. Sánchez declara, la OTAN desmiente, y las sillas siguen vacías. El futuro militar de España se decide entre el ruido de las armas y el eco de una sala hueca.