Si en lugar de leerlo prefieres escucharlo, puedes hacerlo aquí:
Apareció en Ferraz como un doliente en entierro propio: rostro compungido, mirada húmeda, traje oscuro, camisa blanca, gesto solemne. El presidente Sánchez —ese Houdini de la culpa ajena— bajó del púlpito del poder para implorar perdón. No por lo que ha hecho, sino por lo que “otros” han hecho en su nombre. Y no con lágrimas, sino con una remodelación pictórica que ni Rubens: “sombra aquí, sombra allá” —parafraseando a Mecano—, y una tristeza de pincel fino que parecía más óleo que alma. Porque en la política posmoderna no basta con parecer triste, hay que maquillarse como si te hubieran arreado la desgracia en la cara con una espátula.
Todo por la patria, claro. Y por la UCO, que sigue empeñada en fastidiarle el relato con informes sobre sobres, enchufes y ese tufillo a partido convertido en agencia de colocación. El caso Koldo sigue manando mierda como una fuente estropeada, y Santos Cerdán —el incombustible fontanero de Ferraz— ha terminado en la trituradora, convenientemente dimitido. No por convicción, sino por orden directa. Como quien se quita una camisa sucia antes de una entrevista de trabajo. “Me falló”, vino a decir Sánchez, como si el problema fuera un mal amigo y no un sistema podrido.
Pero vayamos al corazón del esperpento. El presidente, ese mismo que lleva siete años controlando hasta el color del albero en los mítines, se presentó como víctima de su propia cúpula. El mensaje era claro: “Yo no sabía nada, me engañaron, estoy muy triste… ¿no veis lo triste que estoy? Mirad qué ojera tan simétrica tengo.” El maquillaje —visiblemente aplicado para enfatizar cansancio y aflicción— provocó una oleada de memes, porque ya nadie se toma en serio a este individuo. Una cosa es escenificar el dolor, y otra, usar corrector tono beige número 3 para simularlo.
Prometió “tolerancia cero” contra la corrupción. Lo dice el tipo que ha pactado con todos los imputados disponibles, con los condenados si hace falta, y con quienes estén por condenar si suma escaños. Lo dice el señor de los indultos, el amnistiador mayor del reino, el prestidigitador de decretos ley y opacidad parlamentaria. Pero ahora va y se nos pone ético. Qué bonito. Qué humillante.
Anunció una auditoría externa del partido. Otra más. Como si el problema fuera contable. Como si bastara con una firma de auditores y una rueda de prensa para exorcizar la podredumbre estructural de un partido cuya cultura interna hace años que huele a moqueta húmeda y a favores recíprocos. Auditoría, sí. Pero del alma, señor presidente.
La escena completa fue digna del teatro de Valle-Inclán: un acto de contrición ensayado, medido, planificado al milímetro. El decorado era perfecto. La puesta en escena impecable. El contenido, sin embargo, era vacío como una urna sin papeletas. Sánchez no asumió responsabilidad política alguna. No dimitió, no convocó elecciones, no deslizó ni un ápice de culpa propia. Simplemente se colocó frente a cámara, se pintó la pena y pronunció con voz impostada un “perdón” que sonó más a slogan que a arrepentimiento.
El PSOE, como entidad mística, queda a salvo. Los corruptos, convenientemente externalizados. Por cierto, lo de su mujer y su hermano también tiene tufo a corrupción, ¿Qué va a hacer con ellos? ¿Una auditoría de familia? Y el líder, como siempre, elevado por encima del fango que le salpica los zapatos pero nunca el alma. Porque en la España del 2025, la corrupción no mancha si te la maquillas bien y si los focos te iluminan con cariño.