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Últimamente están saliendo múltiples casos del gobierno y su partido político que huelen a chamusquina. Contratos opacos, colocaciones estratégicas, blindajes judiciales exprés… Y de repente, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza. Francamente, me sorprende que sorprenda. Porque si uno abre la hemeroteca y bucea en las entrañas de la historia reciente, lo que encuentra es directamente acojonante.
El Estado, por su propia construcción y diseño, es un ente mafioso: concentra poder, reparte favores y castiga la disidencia. Los incentivos para «hacer el mal» están no solo presentes, sino institucionalizados. ¿Alguien piensa todavía que los políticos ascienden en sus partidos por ser los más brillantes, los más preparados o los más éticos? Qué ingenuidad. El que asciende es el mejor trepa, el que mejor cultiva el arte del peloteo, el que más hábilmente manosea el populismo. Y ojo, que no todos son así. Hay unos pocos —muy pocos— que entran en política con la intención sincera de servir a la sociedad, de construir, de aportar. Pero el propio modelo los expulsa. Porque cuando compites con un sinvergüenza que no tiene escrúpulos, que hace lo que sea por alcanzar el poder y que no duda en pisarte la cabeza para lograrlo, la decencia se convierte en un lastre. El sistema premia al tiburón, no al honesto. Y luego nos extrañamos. No nos engañemos: tenemos lo que toleramos. En España, la corrupción raramente afecta al voto. Así de jodido es.
Pero pasemos, si os parece, a ese entrañable álbum de cromos que es la corrupción patria. Un repaso ligero, como quien hojea las páginas doradas de nuestra historia de pillaje con nostalgia.
Desde que en 1978 nos vendieron la Transición como si fuera una bendición cañí dictada por el Espíritu Santo Constitucional, España no ha parado de parir chorizos con carné de partido. Nos prometieron democracia, pero lo que nos han dado es una tragicomedia con tintes de culebrón venezolano y reparto coral: ministros, hermanos de, cuñados de, chóferes reconvertidos en consejeros, y algún rey campechano por ahí suelto que también pillaba lo suyo.
Durante la era González, el PSOE descubrió el dinero B, la financiación creativa y los GAL. Que sí, que ETA era mala, pero financiar escuadrones de la muerte desde el Ministerio del Interior no es precisamente la idea de Estado de derecho que tenían los suecos. Luis Roldán se nos fugó con una talegada, Filesa era la agencia de publicidad que facturaba más humo que ideas, y el hermano de Alfonso Guerra tenía una oficina paralela desde la que gestionaba favores como quien reparte empanadillas en Nochevieja.
Luego vino Aznar, con bigote y a lo loco. El PP sacó máster en saqueo municipal: Gürtel, Púnica, Lezo… Y por supuesto Bárcenas, el contable del apocalipsis, que apuntaba sobresueldos en sobres y destruía discos duros con una pasión digna de una película de Tarantino. Valencia se convirtió en un laboratorio de corrupción autonómica y Esperanza Aguirre en la madre superiora de una congregación de imputados.
Los nacionalistas catalanes tampoco se quedaron atrás. La familia Pujol convirtió el patriotismo en un negocio familiar. Andorra era su caja fuerte y el 3% una tradición más catalana que los calçots. Cuando salieron las grabaciones del patriarca diciendo que «todos lo hacían», nos dimos cuenta de que tenía razón. Todos lo hacen. Y todos se tapan.
Llegamos a la modernidad sanchista y descubrimos que el progresismo también sabe colocar primos, dar contratos a dedo y tapar escándalos con una narrativa de superioridad moral. Caso Koldo, Tito Berni, Delcygate… Penúltimo sainete: Miguel Ángel Gallardo buscando aforarse para que no le salpique el barro judicial. Y ahora, según escribo estas líneas, salen a la luz unas inquietantes conversaciones con dejes del más puro estilo de la Cosa Nostra. A eso le llamo yo «código de familia».
La corrupción en España no es un fallo del sistema. Es el sistema. Está en el BOE, en los consejos de administración, en los juzgados que eternizan causas hasta que prescriben. Está en el ascensor donde se reparten los cargos, en la cafetería del Congreso donde se negocian favores y en las fundaciones que sirven de estercolero financiero.
¿Y el pueblo? A callar y pagar. Porque aquí el que roba un bocadillo va a la cárcel, pero si robas millones te espera un retiro dorado y una tertulia en la tele. Aquí el mérito es saber a quién llamar, y la capacidad, la de colocar a tus primos antes de que cambie el gobierno.
Esto no va de ideologías. Va de castas políticas que han convertido España en un cortijo de saqueo continuo. Cambian las siglas, pero el hedor es el mismo. Y mientras tanto, nosotros seguimos votando, como si eso fuera suficiente para limpiar esta pocilga.