España: democracia en barbecho

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Últimamente oigo a algunos rasgarse las vestiduras porque las instituciones en España se están yendo al carajo. Que si el gobierno nombra amigotes, que si no hay separación de poderes, que si los presupuestos ni están ni se les espera. ¡Pero por favor! ¿Ahora os dais cuenta? Es como si hubiéramos confiado la seguridad de un hospital a un curandero porque nos caía simpático, y luego nos indignáramos al ver recetas con pócimas de ruda y sanguijuelas. España no es una democracia liberal, es un feudo partitocrático donde los ciudadanos votan una vez cada cuatro años y callan el resto del tiempo. No hay sistema de contrapesos, ni independencia institucional, ni dignidad parlamentaria: hay una coreografía de cartón piedra, con urnas, aforados y ruedas de prensa sin preguntas.

El deterioro institucional no es una caída, es una demolición controlada. El Banco de España ya ha señalado que la calidad institucional está por los suelos, sólo superada por los campeones del iliberalismo: Hungría y Polonia. Las instituciones que deberían ser técnicas —Indra, Correos, AENA, el CIS, la CNMC, RTVE y muchas otras— están pilotadas por comisarios políticos con carnet del partido bien visible en la solapa. No se elige al mejor: se enchufa al más obediente. Y el que ose salirse del guion, ya sabe que no vuelve a pisar moqueta.

La separación de poderes es una ficción digna de Calderón. El Congreso (es decir, el Poder Legislativo) elige al presidente del Gobierno (Poder Ejecutivo), que a su vez es el líder del partido que controla el propio Congreso. Y así, el gobernante dicta a los legisladores lo que tienen que votar, decir y hasta aplaudir. Los diputados no representan al pueblo, representan al jefe. Y en ese teatro, el Congreso acaba siendo un sueño burocrático donde los diputados duermen con los ojos abiertos, esperando instrucciones del jefe mientras fingen representar a alguien que ya ni les escucha. El Senado, por su parte, ni está ni se le espera. Su función como cámara de representación territorial ha sido degradada hasta convertirse en un lujoso cementerio de elefantes, donde van a pastar los veteranos políticos sin más función que calentar asiento y cobrar dietas. Todo el poder emana del pueblo… y acaba en los dedos de Moncloa.

Europa lleva años pidiéndonos que despoliticemos la Justicia. Nosotros respondemos con un “gracias por su interés” y seguimos a lo nuestro: colocar al Fiscal General del Estado como un ministro más —uno más entre los veintitantos, porque aquí se nombran ministros como quien reparte cromos— y asegurar que la justicia se adapte a los caprichos del Ejecutivo. Y si algún juez tiene la osadía de dictar una sentencia que no guste en Moncloa, se le lanza una campaña de desprestigio y se le acusa de lawfare. Porque aquí no se busca justicia: se busca obediencia con toga.

¿Y la Constitución? Esa que tanto se invoca cuando conviene y se olvida cuando estorba. El artículo 134 dice que hay que presentar los presupuestos al menos tres meses antes de que expiren los anteriores. Sánchez ha decidido que no. Que se prorrogan y a otra cosa. Desde 2018 sólo se han aprobado tres presupuestos. El resto, copia y pega. Así gobierna cualquiera. Pero esto también lo hacía Rajoy. Aquí la ilegalidad es transversal.

Tampoco se responde a la oposición en el Congreso. Porque total, ¿para qué? Las sesiones de control son un teatrillo donde nadie escucha y todos sueltan el speech para TikTok. Sánchez lleva más de un año sin pisar el Senado. Y cuando lo hace, es para no contestar. Lo llaman política líquida. Yo lo llamo desprecio institucional. Todo esto mientras se ignora lo que dicta el artículo 66 de la Constitución, que otorga a las Cortes Generales la función de controlar la acción del Gobierno. Pero claro, ¿quién controla al que controla todo?

Y mientras tanto, en el Parlamento, los diputados votan en bloque como si fueran estibadores del Soviet de 1931. La Constitución, en su artículo 67.2, establece que «los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Pero si votan en conciencia, el partido les multa o les expulsa. ¿Eso cómo se llama en el Código Penal? Coacción, creo. Pero no pasa nada. Porque aquí la ley es un menú a la carta para quien tiene la sartén y el BOE.

¿Y la oposición? ¿Dónde está la oposición? El PP ha encontrado la fórmula mágica: estar indignado sin hacer nada. Denuncia que el Gobierno no actúa, pero no propone nada serio. Dice que Sánchez erosiona el Estado de Derecho, pero no mueve un dedo para regenerarlo. Es una oposición de plató, de zascas y tuits. No tienen un plan, tienen eslóganes.

Lo grave ya no es que el Gobierno haya secuestrado las instituciones, es que nadie parece querer liberarlas. La ciudadanía asiste anestesiada, como si esto no fuera con ella. Pero cuando el sistema se derrumba, no hay trinchera que valga… solo quedan las ruinas.