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Hay que reconocer que el Gobierno tiene una virtud: la de la comedia involuntaria. Esta semana nos ha regalado un nuevo episodio de realismo mágico sanitario con la presentación de la Estrategia Española de Salud Global 2025-2030. Un plan que suena a himno planetario, escrito entre las nubes de la ONU y las volutas de incienso de algún foro de Davos. España, según sus autores, se erige como adalid de la salud mundial, defensora de los derechos humanos y arquitecta de un nuevo orden sanitario global. Ole, ole y ole.
El documento —que parece más un ejercicio de marketing de “Marca España” que una hoja de ruta con los pies en la tierra— promete fortalecer sistemas sanitarios públicos “robustos, accesibles y universales” a escala mundial. Todo muy bello, muy poético. Pero uno se pregunta si lo escribieron desde un balneario suizo, con la seguridad de quien jamás ha tenido que llamar a su centro de salud a las ocho en punto solo para que, tras media hora de tonos ocupados, una máquina diga: “No quedan citas disponibles. Llame mañana.”
Ahora bien, conviene recordar algo: en España, la sanidad pública está transferida a las Comunidades Autónomas. Es decir, el Gobierno central no gestiona hospitales ni ambulatorios, pero sí se arroga el papel de portavoz mundial de la sanidad española, cual si fuera el Dalai Lama de la bata blanca. Cuando toca presumir ante la OMS, ahí está el Gobierno. Cuando toca rendir cuentas por los colapsos y las desigualdades, se encoge de hombros: “eso es competencia autonómica”. Brillante ejercicio de prestidigitación política: me quedo con la foto y te dejo el marrón.
La paradoja es grotesca: mientras en los despachos ministeriales se redactan tratados para mejorar la salud en el Sahel, en Albacete cierran consultorios por falta de médicos. Mientras se promete “innovación sanitaria global”, los pacientes de Salamanca esperan siete meses por una resonancia magnética. Y mientras se declama sobre “la preparación ante futuras crisis sanitarias”, la atención primaria, esa muralla de contención, se derrumba día a día bajo el peso de agendas imposibles, sueldos de risa y profesionales en fuga.
¿Exportamos salud? ¿En serio? ¿De qué tipo? ¿O es que la estrategia consiste en globalizar nuestro modelo de colapsos, recortes y resignación ciudadana? Mi tía Carmen, jubilada con artrosis, espera su reumatólogo desde hace meses. Pero puede estar tranquila, porque en algún simposio de Ginebra, España hablará sobre la salud de las mujeres en contextos vulnerables. Vulnerables, como ella, pero sin el glamour de la diplomacia internacional.
Lo más delirante es el tono mesiánico del texto: “España debe liderar la arquitectura de la salud global”. ¿Arquitectura? ¿Con qué cimientos? ¿Con qué obreros? ¿Con qué presupuesto? Si lo que tenemos en casa es un edificio apuntalado con citas de 10 minutos y urgencias colapsadas, igual antes de levantar hospitales en África deberíamos cambiar las bombillas fundidas en nuestros ambulatorios.
Porque claro, esto no va de ayudar al mundo (que es deseable), sino de aparentar que lo hacemos, mientras dejamos que nuestro propio sistema sanitario se oxide entre aplausos y recortes. Un sistema que envejece con la población, pero sin el mimo ni la inversión necesaria. Que se desangra lentamente, mientras sus gestores se hacen selfies en foros internacionales.
“Salud Global”, dicen. Y uno no sabe si reír o pedir cita.
Ojalá la estrategia incluya, al menos, un mapa de los consultorios cerrados, de los médicos sin plaza, de las enfermeras agotadas. Y ya que están, que manden también una brigada internacional a atender a los ciudadanos españoles. Porque con suerte, aquí acabaremos dependiendo de Médicos Sin Fronteras, pero sin salir del barrio.