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Hay cosas que uno puede llegar a entender: que el café se enfríe, que el gobierno mienta, que los trenes no lleguen a tiempo. Pero lo que no entra en cabeza alguna que no esté empapada en subvención es esto: ¿por qué demonios seguimos pagando televisiones públicas?
La televisión pública en España cuesta cientos de millones de euros al año. Y si pensabas que servía para informar con rigor, ofrecer cultura o formar ciudadanos críticos… pobrecito de ti.
Porque hoy, 20 de abril de 2025, la noticia es que RTVE —esa empresa pública que pagas tú mientras ves cómo se cae tu ambulatorio a pedazos— va a celebrar un desfile con 1.000 bailarines, 100 personajes VIP y carrozas. Sí, carrozas. Como si fueran los Reyes Magos de la propaganda. Todo para celebrar su propia existencia, como si ser un gasto estructural fuera motivo de fiesta.
La televisión pública no informa, no educa, no cultiva el pensamiento. La televisión pública entretiene con dinero ajeno y manipula con guion institucional.
Porque no se trata de si el contenido es bueno o malo. Se trata de que compite con ventaja desleal frente a medios privados. Y lo hace gracias a ti, que pagas el IVA, el IRPF y hasta el aire que respiras.
¿De verdad necesitamos una cadena pública que emita series, realities, programas de corazón e informativos trufados de «falsas verdades»? ¿Es ese el cometido de un medio financiado por todos? ¿De qué sirve una televisión pública si no es radicalmente independiente, crítica y austera? Yo te lo digo: no sirve para nada.
Bueno, sí, sirve para colocar amiguetes, para maquillar gobiernos, para colar propaganda disfrazada de tertulia, para ofrecer empleo a productores que nunca sobrevivirían en el mercado real… y ahora, también, para organizar desfiles.
Esto no es una televisión. Es un ministerio de espectáculos a fondo perdido. Un circo financiado con los bolsillos de quienes ni siquiera lo ven.
Y mientras tanto, los ciudadanos de verdad —los que madrugan, los que pagan, los que no salen en las carrozas—, se tragan recortes, listas de espera y precariedad estructural. Pero, eh, no pasa nada: tenemos desfile.
¿Te imaginas una empresa privada celebrando su aniversario con 1.000 bailarines y 100 personajes VIP… con dinero público? No, porque la llamaríamos corrupción. Pero si lo hace la tele del Estado, entonces es “evento cultural”.
¿Dónde está la línea entre servicio público y despilfarro institucional? ¿Quién la vigila? ¿Quién responde? ¿Quién devuelve el dinero? Nadie. Porque mientras tú pagas la factura, ellos bailan sobre ella.
Y luego se preguntan por qué crece el desapego, la abstención, la desconfianza. Pues porque ya ni disimulan. Ya no les basta con controlar el relato: ahora lo celebran con luces y carrozas.
La televisión pública, de existir —que ya en sí es un desatino—, debería ser neutral, transparente y mínima. Pero es lo contrario: parcial, opaca e hipertrofiada. Un agujero negro de dinero, credibilidad y sentido común. Y todo, en horario de máxima manipulación.